martes, 22 de marzo de 2011

He venido a dar la vida por ti, en la cruz, y continúo ofreciéndola por ti en la Eucaristía




“El Hijo del hombre ha venido a dar su vida en rescate por muchos” (cfr. Mt 20, 17-28). Jesús es Dios Hijo, es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se ha encarnado y ha asumido una naturaleza humana para entregarla al Padre en expiación de los pecados de los hombres.

Como consecuencia del pecado original y a la acción del demonio en los hombres, la humanidad en su conjunto, desde Adán y Eva, se encuentra separada de Dios Trino, y a medida que pasa el tiempo, esta separación se hace cada vez más profunda, y es para unir este abismo insondable, que separa a Dios y al hombre, que Jesucristo ha venido a donar su vida al mundo.

Muchos no parecen apreciar este don; para muchos, es solo una frase hueca, vacía, que no les dice nada, ya que la escuchan, y es como si nada significativo les dijera.

Sin embargo, el don de la vida humana de Dios encarnado es un don valiosísimo, demasiado grande, demasiado valioso, para ser apreciado por el hombre.

Dios Hijo ha venido a este mundo para dar su vida en rescate por todos nosotros. Puede suceder que los cristianos, de tanto escuchar esta verdad –prácticamente toda su vida, desde que es iniciado en el catecismo-, se hayan vuelto impermeables a la misma, y se la escucha como quien escucha llover. Jesús ha venido a “dar su vida”. ¿Qué significa esto? Es cierto que Él es Dios Hijo en Persona, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad y que, en cuanto Dios, no puede morir; pero también es cierto que al asumir una naturaleza humana de modo hipostático, personal, ese Dios, que es eterno e inmortal en sí mismo, que es omnipotente, se vuelve frágil como un hombre, necesitado en su infancia como necesita todo hombre –por eso Dios Padre le da como consuelo celestial a la Virgen Madre-, y adquiere una vida que es temporal y sometida a la muerte.

Dios Hijo da esta vida, esto que le pertenece, y que tiene todo el alcance que tiene toda vida humana, aunque por supuesto, con valor infinito, por tratarse de la vida humana del Hombre-Dios.

“Dar la vida en rescate por muchos” no es una frase hecha ni es, mucho menos, una nimiedad. Una vida humana es más valiosa que todo el universo, porque es una imagen de Dios, y mucho más lo es la vida humana del Hombre-Dios, de valor infinito.

Jesús entregó su vida en la cruz, luego de padecer tormentos inimaginables para los hombres, y entregó su vida por todos y cada uno de los hombres no porque tuviera obligación, sino por puro amor y misericordia, y prolonga el don de su vida en la Eucaristía, en el sacrificio del altar, en la Santa Misa, en la renovación incruenta y sacramental del sacrificio de la cruz. Es por esto que Jesús nos dice, a todos y cada uno de nosotros: “He venido a dar la vida por ti, en la cruz, y continúo ofreciéndola por ti en la Eucaristía”.

Jesús entregó su vida en la cruz, y la sigue entregando todos los días, cada vez en la Santa Misa, pero los hombres parecen no haberse enterado, y de los pocos que se han enterado, a muy pocos, a poquísimos, parece importarles, ya que continúan naciendo, viviendo y muriendo, como si Dios no existiese, como si Dios no hubiese dado su vida por ellos.

Hoy el mundo corre enloquecido, en una huida hacia delante, alejándose de Dios, su salvador; el mundo hace oídos sordos a los llamados a la conversión, a los llamados a la oración, a los llamados a dejar de lado el materialismo, el hedonismo, el consumismo; el llamado a hacer penitencia y sacrificio, y se vuelca, de modo desenfrenado, a los ídolos del poder, del sexo, de la violencia, de la fama mundana.

Muchos, cuando sean llamados de improviso, en un abrir y cerrar de ojos, ante la Presencia divina, para recibir el juicio particular, se darán cuenta de cuán vanos fueron en sus vidas, de cuánto tiempo perdieron en banalidades, de cuánto tesoro desperdiciaron, al preferir un nauseabundo placer mundano –un partido de fútbol, un paseo, un descanso- a la misa dominical.

Para muchos, habrá sido en vano el don de la vida de Cristo, en la cruz y en la Eucaristía.

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