viernes, 6 de mayo de 2011

Porque Cristo ha resucitado, tenemos la esperanza de alcanzar la feliz eternidad

Jesús infunde su Espíritu
en el momento de la fracción del pan,
iluminando a los discípulos de Emaús
para que lo reconozcan como
el Hombre-Dios resucitado.


“Lo reconocieron al partir el pan” (cfr. Lc 24, 13-35). Jesús sale al encuentro de los discípulos de Emaús, quienes lo confunden con un forastero, y camina con ellos hasta llegar al destino. La actitud de los discípulos de Emaús, en relación a la resurrección de Jesús, y en relación al mismo Jesús resucitado, es la misma que demuestran otros discípulos, como María Magdalena. Mientras María Magdalena acude al sepulcro en busca de un cadáver, “llorando”, los discípulos de Emaús se encuentran “tristes” y apesadumbrados, ya que no han confiado en la promesa de Jesús y no han creído en la Palabra de Dios, que afirmaba la resurrección “al tercer día” (cfr. Mt 17, 23). Además de este estado de ánimo y espiritual, los discípulos, al igual que María Magdalena, no reconocen a Jesús, confundiéndolo con un forastero y con un jardinero, respectivamente.

Sin embargo, mientras el desconocimiento de María no le vale un reproche de parte de Jesús, sí lo reciben los discípulos de Emaús, ya que Jesús les dice: “Hombres duros de entendimiento”. Les recrimina el no creer lo que había sido anunciado por los profetas, pero también a sus palabras, porque Él había anticipado que iba a resucitar “al tercer día”, y tampoco creen a las santas mujeres, que ya habían dado la noticia de que el sepulcro estaba vacío.

Al no creer en la Resurrección, los discípulos de Emaús se encuentran “tristes”, y el motivo es que, quitado del horizonte de la existencia humana el hecho de que Cristo ha vencido a la muerte, al demonio y al mundo, resucitando al tercer día, e inaugurando para la humanidad entera un nuevo destino, el destino de la eternidad, de la comunión de vida y d amor con las Tres Divinas Personas, el alma se encierra en la inmanencia, en el estrecho horizonte de la existencia humana, cuyo destino final es la muerte.

Si Cristo resucitado no está presente en el alma, como una luz que brilla en la oscuridad, entonces el alma queda en tinieblas, y la consecuencia es la tristeza que la invade. Frente a las tribulaciones de la vida, el alma que no cree en la resurrección de Jesús, experimenta un profundo vacío existencial, y toda la existencia se convierte en un enorme rompecabezas, con piezas sueltas, inconexas entre sí. Sin la resurrección de Jesús, no se encuentra sentido a la vida, y es por eso que la esperanza en una vida ultraterrena, se traslada a esta, y se vuelca el alma a las cosas del mundo: el placer, el dinero, el éxito, el poder, sin importar los medios que se empleen, ya que lo que importa es alcanzar el fin, ser felices en esta vida, que se acaba pronto, puesto que no hay otra vida.

Es esta la perspectiva de los discípulos de Emaús, y también la de María Magdalena, la de no creer en la Resurrección, y la de creer en un Jesús no resucitado, es decir, muerto, y un ser muerto es alguien extraño, desconocido. El Domingo de Resurrección, María Magdalena va a buscar un cadáver, mientras que los discípulos de Emaús confunden a Jesús con un forastero, con alguien desconocido.

Muy distinta es la reacción después del encuentro con Jesús: María Magdalena reconoce a Jesús, llamándolo “Rabboní”, es decir, “Maestro”, y se alegra, y también a los discípulos de Emaús les sucede lo mismo: reconocen a Jesús, y se alegran.

¿Por qué no reconocen a Jesús? En el caso de los discípulos, el evangelio dice: “Algo impedía que lo reconocieran (a Jesús)”, y aunque no se dice en el caso de María Magdalena, en uno y otro, el motivo por el cual no reconocen a Jesús, es el mismo: el misterio de Jesús, Hombre-Dios, es tan alto, tan sublime y tan misterioso, que queda oculto a los ojos de los hombres. Una de las preces a la Santísima Trinidad dice: “Sol oculto a los ojos de los hombres”. El misterio de Cristo, originado en la Santísima Trinidad, es tan elevado y excelso, que permanece oculto a los ojos de las criaturas, hombres y ángeles incluidos.

Es necesario que sea Cristo mismo quien ilumine al alma, con la luz de la gracia, para que el alma pueda reconocerlo en su condición de Hombre-Dios resucitado, y no confundirlo con un forastero, o un jardinero.

Esto será lo que hará Cristo con los discípulos de Emaús, en el momento de la fracción del pan; es lo que hace con María Magdalena, cuando se encuentra frente a ella, y es lo que hará para con toda la Iglesia, en Pentecostés, cuando sople el Espíritu Santo sobre ella, representada en la Virgen y los Apóstoles, comunicándole el conocimiento y el amor de Jesucristo.

Muchas veces nos comportamos como María Magdalena, o como los discípulos de Emaús: buscamos en la Iglesia un Cristo muerto, desconocido, porque no terminamos de creer en la resurrección, porque no asimilamos en nuestra vida las verdades de fe expresadas en el Credo, y esta búsqueda de este Cristo inexistente, muerto, desconocido, nos llena de tristeza, de desesperanza, de temor, con lo cual desvirtuamos nuestra condición de hijos de Dios, destinados a la vida eterna.

Supliquemos entonces a Cristo que nos envíe el Espíritu Santo, para que con su fuego santo haga brillar en nuestras almas y en nuestros corazones el conocimiento y el amor de Cristo resucitado.

Cada comunión eucarística es como un Pentecostés en miniatura, un Pentecostés personal, en donde Cristo Eucaristía sopla, sobre el alma que lo recibe con fe y amor, el Espíritu Santo, que nos comunica el amor y el conocimiento de Jesús.

Si comulgamos, entonces, no podemos andar tristes y desorientados en la vida, como si Jesús no hubiera resucitado. La alegría de Cristo resucitado debe ser nuestra fuerza, nuestra guía, nuestra luz que nos conduzca a la feliz eternidad.

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