sábado, 28 de mayo de 2011

El Espíritu de la Verdad dará testimonio de Mí


“El Espíritu de la Verdad dará testimonio de Mí” (Jn 15, 16-26). Jesús está profetizando a sus discípulos las tribulaciones y las angustias que les sobrevendrán por el hecho de ser discípulos de Él. Serán perseguidos, encarcelados, azotados, muchos recibirán la muerte –“creerán dar gloria a Dios”- por causa suya.

¿A qué se debe esta persecución que sufrirán los miembros de su Iglesia? La persecución final –la suprema tribulación, antes del Juicio Final- será por el hecho de ser “cristianos”, es decir, seguidores suyos. Pero también aquí debemos tener cuidado de no rebajar el sentido y el significado de los acontecimientos que Jesucristo profetiza. Muchos seguidores de los líderes de la tierra, una vez depuesto su líder, han sufrido también la persecución por parte de sus enemigos. Pero aquí se trata de un caso similar sólo en la apariencia. Jesús no es un líder carismático más, como mucho de los que aparecen en la historia, y la unión que Él establece con sus seguidores o discípulos no es simplemente moral: por el Espíritu que Él como Hombre-Dios junto a su Padre sopla sobre sus discípulos –“el Espíritu del Padre que Yo os enviaré”-, los discípulos se ven transformados en una copia suya, y el conjunto de ellos, forma la Iglesia, el Cuerpo Místico de Jesús. La unión entre los seguidores de Jesús y Él por el Espíritu recibido, es tan intensa, real y profunda, que ellos pasan a ser parte del cuerpo suyo místico: Él es la Cabeza, ellos son los miembros, y como miembros de un mismo cuerpo, están animados por un mismo Espíritu, el Espíritu de la Cabeza, el Espíritu de Jesucristo, que es el Espíritu del Padre y del Hijo. Así como la Cabeza fue crucificada, así, en el misterio de los tiempos, el cuerpo debe también ser crucificado, para recibir, como la Cabeza lo recibió estando ya muerto en el sepulcro, el soplo de vida del Espíritu y el Espíritu mismo, que les dará la misma vida eterna que posee la Cabeza, Jesucristo.

Es el Espíritu Santo el que obra la unión, la conformación y la configuración del alma del bautizado a Cristo; es el que obra la identificación espiritual y mística con Cristo[1], que hace que el bautizado, aún conservando su propia persona, su propia personalidad y su propio ser, no sea ya más él, sino otro Cristo; es el Espíritu Santo el que hace de cada bautizado un mismo cuerpo y un mismo espíritu con el cuerpo y el espíritu de Cristo, haciéndolo ser un miembro suyo real, que vive en el mundo sin ser del mundo, por estar animado por el Espíritu de Cristo. Y porque está animado por el Espíritu de Cristo, porque es Cristo mismo en Persona que con su Espíritu mora en él, el cristiano está llamado a seguir la misma suerte de Cristo: la persecución y el martirio en todas sus formas, sea cruento o incruento.

Ese Espíritu, que inhabita en el alma de todo bautizado, que inhabita en la Iglesia como Alma de la Iglesia, ese mismo Espíritu, que obra la conversión del pan en el cuerpo de Cristo, es el que dará testimonio de Cristo, Hijo del Padre, en las horas de la suprema tribulación, de la persecución final de la Iglesia, en los últimos días: el Espíritu hablará a través de los miembros del cuerpo de Cristo, y dará testimonio ante el mundo de la divinidad de Cristo. El testimonio del Espíritu, a través de los miembros perseguidos de la Iglesia, será el preludio de la aparición definitiva de Jesucristo como Juez Universal, último día de la historia humana, e inicio de la eternidad de Dios.


[1] Cfr. Yves M.-J. Congar, El Espíritu Santo, Editorial Herder, Barcelona 1991, 307.

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