“Yo Soy el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas” (cfr. Jn 10, 11-18). Jesús usa la imagen de un pastor de ovejas, que no solo va en busca de la oveja extraviada, sino que arriesga su vida para rescatarla. Al desviarse de la majada, la oveja se interna por quebradas oscuras y, al no ver el camino, se resbala y cae por el precipicio, quedando herida y lastimada, en el fondo del barranco. De no mediar algún auxilio, su muerte es segura, ya que morirá indefectiblemente, ya sea a causa de las heridas recibidas, o bien a causa de los lobos, que acechan el rebaño a la espera precisamente de que alguna de las ovejas quede separada del resto.
El buen pastor arriesga su vida doblemente: primero, porque tiene que descender por el precipicio, hasta llegar al fondo del barranco, y en esta peligrosa bajada, un mal paso puede hacerlo a él mismo precipitar y rodar cuesta abajo, con la probabilidad cierta de dar con su cabeza en alguna roca, y así perder la vida; el otro modo por el cual arriesga su vida, es por el seguro encuentro con los lobos, quienes se han acercado peligrosamente, atraídos por el olor a sangre fresca que sale de las heridas de la oveja. El buen pastor no duda ni vacila en arriesgar su vida, con tal de salvar su oveja, y así desciende, peñasco a peñasco, apoyándose en su cayado, hasta llegar al fondo; al encontrarla, limpia sus heridas, las unge con aceite y, luego de ahuyentar al lobo, la carga sobre sus hombros, y emprende el ascenso hacia el prado verde, para poner a salvo a su oveja.
Cristo es el Buen Pastor, el Verdadero Pastor, que da su vida por sus ovejas, descendiendo, no hacia un barranco, sino desde el cielo, para rescatar no a una oveja, sino al alma, que ha caído en lo más hondo del abismo, en donde no está Dios; un abismo oscuro, rodeado de bestias supra-humanas, los ángeles caídos, que están prontos para conducir al alma al lugar de donde no se regresa más; Cristo ha descendido del cielo hasta el abismo, en donde yace el alma sin Dios, herida mortalmente al caer en el abismo del mundo, del egoísmo, de la vanidad, del placer, de la idolatría del dinero y del poder, y en donde agoniza, sin atinar a dar un solo paso en dirección de su salvación; Cristo desciende hasta el abismo, desde el cielo, y lava las heridas con el agua de la gracia, y las unge con su Espíritu, insuflándole nueva vida, la vida de Dios, su misma vida, y así curada y restablecida, la carga sobre sus hombros, y emprende nuevamente el ascenso, apoyado en el cayado de su cruz, hacia las praderas en donde abundan el pasto y el agua para siempre, el seno de amor de Dios Padre en la eternidad.
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