“Jesús subió al templo y encontró a los mercaderes (…) hizo un látigo de cuerdas
y los echó a todos del templo (…) les dijo: ‘No hagan de la Casa de mi Padre
una casa de comercio’” (Jn 8, 13-22).
Jesús expulsa a los mercaderes del templo, pero no lo hace de cualquier manera:
lo hace con ira, y para ello, prepara previamente un látigo. Además, se arroga
el hecho de ser Él el hijo de Dios, pues dice que el templo es “la Casa de su
Padre”. El motivo de la ira de Jesús es que han convertido “la Casa de su Padre”,
de “casa de oración”, en “casa de comercio”. De esa manera, han desvirtuado y
pervertido el fin y sentido único del templo, que es la alabanza y adoración
del Dios único y verdadero, por el de la adoración del dios dinero. La causa de
la ira de Jesús es la perversión de la finalidad del templo: en vez de adorar a
Dios, se adora al dinero, pero como detrás del dinero está Satanás, es la
adoración de Satanás la causa última de la ira de Jesús.
La ira de Jesús pone de manifiesto el error de los que creen
que el cristianismo es una religión pacifista y que Dios es un Dios pura bondad
y misericordia, que deja pasar todo, porque “Dios es tan bueno, que todo lo perdona”.
Es verdad que “Dios es bueno y todo lo perdona” y que su Misericordia es
infinita, pero es verdad también que su paciencia es limitada y que su ira es
infinita y que se descarga sobre el impío y el impenitente que colman su
paciencia, como los ángeles caídos y los condenados y el infierno es la prueba
más patente de que la paciencia de Dios tiene un límite y de que la
Misericordia Divina se equilibra con su Justicia, porque Dios no puede dejar de
dar a cada uno lo que cada uno merece y pide con sus obras: misericordia y
cielo al pecador arrepentido, ira, justicia e infierno, al pecador impenitente.
En este caso, la ira de Jesús es la ira del Hombre-Dios, por lo que de ninguna
manera es pecaminosa; todo lo contrario, es justa, porque se enciende al ver
pisoteados y ultrajados los derechos de Dios, puesto que Dios tiene derecho a
ser respetado, alabado y adorado en su templo, y los mercaderes del templo no
solo no lo respetaban, ni alababan ni adoraban, sino que adoraban al dios
dinero y, detrás de él, al enemigo acérrimo de Dios, el Ángel caído, con lo
cual la ira de Jesús está plenamente justificada.
Pero hay otra lectura que podemos hacer de este pasaje
evangélico, además de esta lectura literal que acabamos de hacer, y es haciendo
una transposición de los elementos que aparecen en la escena evangélica, y
tomando como punto de partida para nuestra reflexión, además de esta escena
evangélica, el principio paulino que dice: “El cuerpo es templo del Espíritu
Santo” (1 Cor 3, 16).
En esta segunda lectura, el templo es el cuerpo y el alma del bautizado en la Iglesia Católica; los mercaderes del templo con sus animales, como los vendedores de ovejas, bueyes y palomas, son las pasiones sin control, como la lujuria, la pereza, la ira, la gula, y los excesos de todo tipo; los cambistas, con sus monedas de oro, plata y cobre, representan ante todo la avaricia, la codicia, el deseo desenfrenado por los bienes materiales, por el dinero, por la posición social, por el la vida de lujos y placeres; representa el materialismo, el hedonismo, el consumismo sin freno, la acumulación de bienes, de propiedades, y una vida enfrascada en la materia. En este templo, los mercaderes, con sus animales, y los cambistas, con sus mesas de dinero, ocupan gran parte del templo, pero además, ensucian el templo, porque los animales deben hacer sus necesidades fisiológicas y además de ensuciarlo, al vociferar para ofrecer sus respectivas mercaderías, los mercaderes y los cambistas entorpecen y arruinan por completo el clima de oración que debe reinar en el templo, para que el alma se eleve a Dios y pueda alabarlo, adorarlo, darle gracias y amarlo “con todo su ser, con todo su corazón, con todas sus fuerzas”. De esta manera, haciendo una transposición de las imágenes, podemos darnos cuenta del estado del cuerpo y del alma de un bautizado que se entrega a toda clase de vicios y de pecados de este tipo. En la analogía, si el cuerpo es el templo del Espíritu Santo, los animales de los mercaderes del templo son las pasiones sin control, cualesquiera que estas sean: ira, avaricia, lujuria, pereza, ira, gula, codicia, envidia, que así como los animales de los mercaderes ensuciaban el templo del Dios verdadero en la escena evangélica, así también, en el cuerpo del cristiano, estas pasiones sin freno lo ensucian, lo degradan y lo corrompen, en tanto que los cambistas con sus monedas, representan el deseo desordenado del dinero y de los bienes materiales, que llevan a descuidar el amor por los verdaderos bienes, los bienes eternos, celestiales: la vida de la gracia, el primero de todos.
En esta segunda lectura, el templo es el cuerpo y el alma del bautizado en la Iglesia Católica; los mercaderes del templo con sus animales, como los vendedores de ovejas, bueyes y palomas, son las pasiones sin control, como la lujuria, la pereza, la ira, la gula, y los excesos de todo tipo; los cambistas, con sus monedas de oro, plata y cobre, representan ante todo la avaricia, la codicia, el deseo desenfrenado por los bienes materiales, por el dinero, por la posición social, por el la vida de lujos y placeres; representa el materialismo, el hedonismo, el consumismo sin freno, la acumulación de bienes, de propiedades, y una vida enfrascada en la materia. En este templo, los mercaderes, con sus animales, y los cambistas, con sus mesas de dinero, ocupan gran parte del templo, pero además, ensucian el templo, porque los animales deben hacer sus necesidades fisiológicas y además de ensuciarlo, al vociferar para ofrecer sus respectivas mercaderías, los mercaderes y los cambistas entorpecen y arruinan por completo el clima de oración que debe reinar en el templo, para que el alma se eleve a Dios y pueda alabarlo, adorarlo, darle gracias y amarlo “con todo su ser, con todo su corazón, con todas sus fuerzas”. De esta manera, haciendo una transposición de las imágenes, podemos darnos cuenta del estado del cuerpo y del alma de un bautizado que se entrega a toda clase de vicios y de pecados de este tipo. En la analogía, si el cuerpo es el templo del Espíritu Santo, los animales de los mercaderes del templo son las pasiones sin control, cualesquiera que estas sean: ira, avaricia, lujuria, pereza, ira, gula, codicia, envidia, que así como los animales de los mercaderes ensuciaban el templo del Dios verdadero en la escena evangélica, así también, en el cuerpo del cristiano, estas pasiones sin freno lo ensucian, lo degradan y lo corrompen, en tanto que los cambistas con sus monedas, representan el deseo desordenado del dinero y de los bienes materiales, que llevan a descuidar el amor por los verdaderos bienes, los bienes eternos, celestiales: la vida de la gracia, el primero de todos.
“Jesús subió al templo y encontró a los mercaderes (…) hizo un látigo de cuerdas
y los echó a todos del templo (…) les dijo: ‘No hagan de la Casa de mi Padre
una casa de comercio’”. Es por todos conocido, por la historia reciente, que cuando
el comunismo soviético tomó el poder en la Rusia de los zares, además de
cometer uno de los más grandes genocidios de la historia humana, deportando y
matando a decenas de millones de personas, cometiendo los crímenes contra la
humanidad más grandes que la humanidad conozca, el comunismo también se
caracterizó por la intensa y ferocísima persecución religiosa, principalmente,
contra la Iglesia Católica, deportando, encarcelando, internando en campos de
concentración y fusilando a centenares de miles de católicos, entre sacerdotes
y laicos, además de confiscar los templos católicos, para convertirlos, luego
de destruir la totalidad de las imágenes religiosas, en establos, cines,
museos, depósitos, almacenes, y toda clase de edificios gubernamentales.
Sin embargo, esta profanación material de los templos
materiales católicos llevadas a cabo en los países que cayeron bajo la órbita
de esa perversión intrínseca que es el sistema comunista, es nada, en
comparación con la profanación material y espiritual que se lleva a cabo, por
centenares de miles y por millones, día a día, en las personas y cuerpos de
millones de católicos distribuidos a lo largo y a lo ancho de decenas de países
occidentales llamados “católicos”. En estos países, se da una situación
paradójica con respecto al comunismo: mientras en los países comunistas se profanaban
los templos materiales, en los países capitalistas, si bien al menos
exteriormente se respetan los templos materiales –no se los incendia ni se los
convierte en museos, graneros, depósitos, ni nada por el estilo-, sí en cambio,
por medio de los medios de comunicación masivos, se incita a la profanación material
y espiritual, diaria, de millones de templos del Espíritu no materiales, sino
personales, es decir, de bautizados, que seducidos por la propaganda occidental
hedonista, relativista, agnóstica, materialista, atea, pagana, neo-pagana,
ocultista, de nuestros tiempos, conduce a millones de jóvenes a profanar sus
cuerpos con substancias tóxicas de todo tipo, con alcohol, con relaciones
sexuales fuera del matrimonio, con relaciones sexuales contrarias a la ley
natural, con música estilo cumbia, rap, rock, metal, electrónica, o muchos otros
estilos más -que inducen al sexo sin control, a la violencia, al consumo de
drogas, etc.-, resultando de todo esto una profanación de los templos del
Espíritu Santo que son los cuerpos, las mentes y los corazones de los jóvenes
cristianos, en un número y en una intensidad tales, que supera abrumadoramente
a las profanaciones materiales cometidas en los más brutales regímenes
comunistas.
“Jesús
subió al templo y encontró a los
mercaderes (…) hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del templo (…) les
dijo: ‘No hagan de la Casa de mi Padre una casa de comercio’”. Dice San Pablo: “El
cuerpo es templo del Espíritu Santo”. Quien profana su cuerpo, cuyo Dueño es el
Espíritu Santo, en virtud del sacramento del Bautismo, está profanando a la
Persona Tercera de la Santísima Trinidad, y de no mediar un pronto
arrepentimiento y cambio de conducta, escuchará la Voz del Justo Juez,
Jesucristo: “No hagan del templo del Espíritu una casa de pecado”.
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