El sitio de Jerusalén
“A
ustedes la casa les quedará desierta” (Lc
13, 31-35). Le avisan a Jesús que Herodes lo busca “para matarlo”, pero Jesús
responde con una dura advertencia: puesto que Jerusalén –representada en
Herodes, en los fariseos y en los maestros de la Ley- quiere matarlo, les
sobrevendrá una gran desgracia: “la casa les quedará desierta”, es decir, la
Ciudad Santa quedará sin el Santo de los santos, sin el Dios Tres veces Santo,
y por lo tanto, quedará desierta, vacía de toda bondad, de toda paz, de toda
alegría, de todo amor y también de toda fortaleza frente a sus enemigos. La profecía
se cumplirá cuando el Viernes Santo, luego de la muerte de Jesús en la cruz, el
velo del templo se rasgue en dos y también cuando, en el año 70 d. C., los
romanos sitien e incendien Jerusalén. Con esta profecía, Jesús les hace ver, a
los integrantes del Pueblo Elegido, que no da lo mismo aceptar o no aceptar al
Mesías enviado por Dios: el Mesías trae la paz, la santidad de Dios, la alegría
y también la protección divina; si no sólo se rechaza al Mesías, sino que se lo
expulsa fuera de las puertas de Jerusalén, para asesinarlo en una cruz,
entonces el favor de Dios se retira de quienes lo odian, dejándolos a merced de
sus enemigos. Es lo que le sucedió a Jerusalén: condenó inicuamente a muerte al
Hijo de Dios, lo flageló, lo coronó de espinas, le cargó una cruz, lo expulsó de
la Ciudad Santa y lo crucificó en el Monte Calvario, y esa es la razón por la
cual el templo se rasgó en dos, indicando que la divinidad ya no estaba ahí,
además de sufrir el asedio y el incendio por parte de los romanos, años más
tarde. Dios, expulsado de la Ciudad Santa, dejó a Jerusalén a merced de sus
enemigos, retirándole su favor, su gracia y su protección.
“A
ustedes la casa les quedará desierta”. La advertencia de Jesús, dirigida al
Pueblo Elegido, también es una advertencia dirigida a los integrantes del Nuevo
Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica. Lo que sucedió con Jerusalén,
que expulsó al Hombre-Dios, condenándolo a morir fuera de sus murallas, es una
representación de lo que sucede en el alma cuando comete un pecado mortal: el
alma está representada en Jerusalén, porque el alma en gracia se convierte en
la Ciudad Santa que alberga en su interior al Hombre-Dios. Pero cuando el alma
comete un pecado mortal, expulsa al Hombre-Dios de su interior, crucificándolo
nuevamente y quedándose no solo sin la gracia santificante, sino sin la
Presencia e inhabitación del Hombre-Dios en ella, tal como le sucedió a la
Jerusalén terrestre. Y tal como le sucedió a la Ciudad Santa, que quedó a
merced de sus enemigos por haber expulsado al Hombre-Dios de sus murallas, así
también le sucede al alma que, por el pecado mortal, expulsa a Jesucristo de su
corazón: queda a merced de sus enemigos, el demonio, el mundo y la carne.
“A
ustedes la casa les quedará desierta”. La advertencia de Jesús a los fariseos y
maestros de la ley, también es una advertencia para nosotros, para que tengamos
en cuenta las consecuencias del pecado mortal. Esta advertencia debe hacernos
apreciar el valor de la gracia santificante y debe llevarnos a que apreciemos
más la gracia santificante, que la propia vida terrena, tal como lo decimos en
la oración de arrepentimiento en el Sacramento de la Confesión: “Antes querría
haber muerto que haberos ofendido”. O, como decía Santo Domingo Savio: “Antes
morir, que pecar”, antes morir que expulsar por el pecado a Nuestro Señor
Jesucristo de nuestra Ciudad Santa, el alma en gracia.
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