“Salía
de Él una fuerza que sanaba a todos” (Lc
6, 12-19). Luego de pasar toda la noche en oración en la montaña y de nombrar a
doce de sus discípulos como Apóstoles, es decir, como Columnas de su Iglesia,
Jesús, que ha bajado de la montaña, se “detiene en la llanura” y en cuanto la
gente lo ve, acude a Él, en busca de consuelo y auxilio. Dentro de esta “gran
muchedumbre” venida de todas partes, se encuentran quienes están afectados por
enfermedades de toda clase, pero también quienes están poseídos por espíritus
impuros. Pero la situación de quienes acuden a Jesús no es privativa de ellos,
y tampoco de ese momento de la historia: desde la Caída Original, la Humanidad
vive en las tinieblas del error y de la ignorancia, además de ser acosada por
sus enemigos mortales: el demonio, la muerte y el pecado; desde la Caída de los
Primeros Padres, la Humanidad, como consecuencia del Pecado Original, vive
sujeta a la enfermedad, al dolor, a la muerte y al dominio de Satanás, el Ángel
caído, que busca no solo la infelicidad del hombre en la tierra, sino la perdición
eterna de su alma, haciéndolo partícipe de su rebelión demoníaca en el cielo,
por medio del pecado, principalmente la soberbia, raíz de todos los pecados y
de todos los males del hombre.
En
este sentido, Jesús es la esperanza, la Única Esperanza del hombre y ésa es la
razón por la cual la gente, al ver a Jesús, acude a Él en busca de alivio para
sus males, sean corporales o espirituales: Jesús es el Hombre-Dios, Dios Hijo
encarnado que camina entre los hombres para apiadarse de sus miserias, para
cargar sus pecados sobre sí mismo, para quitar los pecados de todos y cada uno
de los hombres al precio de su Sangre derramada en la cruz, para conducirlos a
la eterna bienaventuranza en el Reino de los cielos.
“Salía
de Él una fuerza que sanaba a todos”. Porque Él es el Hombre-Dios, todos los
que acuden a Jesús son sanados: de Él “sale una fuerza” que sana a todos: a los
enfermos, de sus enfermedades; a los posesos, de la posesión diabólica. Es la
omnipotencia divina, la que se manifiesta a través de la Humanidad Santísima de
Jesús, “sanando a todos”. Pero hay algo más: quien acude a Jesús, no lo hace
por sí mismo, sino porque es Dios Padre quien lo atrae, según las palabras de
Jesús: “Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre que me envió” (Jn 6, 44) y el Padre atrae a las almas a
Jesús con la fuerza del Divino Amor, el Espíritu Santo. Es por eso que, si el
Evangelio dice que “salía de Él una fuerza que sanaba a todos”, y esta fuerza
es la Omnipotencia Divina, también hay que decir, aunque no esté escrito, que “salía
de Él una fuerza que atraía a todos, el Amor Divino”.
No
tenemos a Jesús, con su Cuerpo real caminando entre nosotros, como la
muchedumbre del Evangelio, pero sí lo tenemos, con su Cuerpo glorioso, Presente
en medio de nosotros, en la Eucaristía, desde donde Jesús nos atrae, con la
fuerza de su Divino Amor, para sanarnos todas nuestras dolencias, todos
nuestros pesares y para librarnos de “los principados de las alturas” (cfr. Ef 6, 12), pero sobre todo, para hacernos
escuchar los latidos de su Sagrado Corazón Eucarístico.
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