viernes, 30 de octubre de 2015

Solemnidad de Todos los Santos


(Ciclo B – 2015)

         En la Solemnidad de todos los Santos, la Iglesia que peregrina en la tierra se alegra y celebra por aquellos integrantes que han alcanzado ya la eterna bienaventuranza y que conforman la Iglesia triunfante, los santos, quienes contemplan, por toda la eternidad, a Dios Uno y Trino. La alegría de la Iglesia en este día es una participación de la alegría que experimentan los bienaventurados en el cielo, una alegría que les viene por contemplar, cara a cara, a las Tres Divinas Personas, que son la Alegría en sí misma.
         La Iglesia celebra a los santos, que se distinguen de nosotros porque nosotros, mientras vivimos en esta tierra, somos pecadores. El pecador es lo opuesto al santo; el pecador, como lo somos nosotros, no tiene en sí la santidad: debe aspirar a ella, debe aspirar a ser santo, pero no es todavía santo, mientras esté en esta condición de viador, de peregrino en la tierra y en la historia, hacia la Jerusalén celestial. Nosotros, pecadores, nos alegramos por los santos, y en la contemplación de sus vidas, esperamos algún día ser como ellos, es decir, dejar de ser pecadores, para comenzar a ser santos. La Iglesia nos propone la vida de los santos, para que los imitemos en sus virtudes, pero sobre todo, en su amor a Jesucristo, y nos los propone como modelos a alcanzar. Somos pecadores, llenos de defectos y de miserias humanas, pero la Iglesia nos dice que debemos ser perfectos, llenos de virtudes y de santidad divina, como los santos.
Entonces, ¿quiénes eran los santos, a los que la Iglesia celebra y propone como modelos a imitar? Ante todo, hay que decir que eran hombres comunes y corrientes e incluso pecadores, y muchos de ellos, grandes pecadores, pero que fueron transformados por la gracia santificante de Jesucristo. Algunos ejemplos de santos que, antes de su conversión, fueron pecadores: uno de ellos es Moisés, que cometió un homicidio (cfr. Éx 2, 11-15), pero luego fue santo; otro ejemplo es San Pablo, quien antes de su conversión, fue cómplice de un homicidio, porque asistió y aprobó la muerte del diácono Esteban (cfr. Hech 6, 8); otro ejemplo, es el Beato Bartolo Longo, quien antes de ser ferviente devoto y difusor del Santo Rosario y de la advocación de Nuestra Señora del Rosario de Pompeya, fue espiritista, médium y sacerdote de Satanás, además de ser un gran enemigo de la Iglesia, al dejarse contaminar por el pensamiento de filósofos anti-cristianos como Hegel y Renán; otro ejemplo de santo que fue pecador antes de su conversión fue San Agustín, que vivió una vida disoluta antes de la conversión –tuvo un hijo, Adeodato- y frecuentó todo tipo de sectas; a Santa Teresa de Ávila, Jesús la llevó al infierno y la hizo entrar en la cueva con paredes de fuego que  le estaba destinada por toda la eternidad, si es que continuaba con su vida de pecadora; y así, innumerables ejemplos. Sin embargo, estos santos, que eran pecadores antes de su conversión, cuando recibieron la gracia de la conversión, se dieron cuenta del valor inestimable de la gracia y por eso dejaron toda su vida anterior de pecado y comenzaron a vivir en gracia y nunca más dejaron de vivir en gracia, y es en esto en lo que radica el mérito de los santos. Se enamoraron de Jesucristo y de su gracia y prefirieron morir antes que perder la amistad con Jesús y la gracia.
Sin la gracia de Jesucristo, los santos no solo jamás habrían sido santos, sino que habrían tan o más pecadores que nosotros, y su condena era segura; su mérito radica en el aprecio y estima que tuvieron de la gracia, porque sabían que sin la gracia, nunca serían santos. Santo Domingo Savio, a los nueve años, comprendió esto con toda claridad, y por eso dijo, el día de su Primera Comunión: “Prefiero morir antes que pecar”. Esto es lo que caracterizó a los santos: el apreciar más la vida eterna que la terrena, el despreciar los placeres de este mundo, con tal de adquirir los bienes eternos; el amar a Jesucristo por encima de todas las cosas, incluso por encima de su propia vida.

Esto nos hace ver que, si los santos son lo que son, santos, habiendo sido pecadores, entonces ahí radica nuestra esperanza para la santidad, porque nosotros somos pecadores como lo eran los santos antes de recibir la gracia. Es para esto para lo que la Iglesia nos los propone como ejemplos de vida: para que aprendamos de ellos y de sus vidas, de sus virtudes y de su mensaje de santidad, pero sobre todo, de su gran amor a Jesucristo y a su gracia, porque sin la gracia, jamás habrían sido santos.

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