(Ciclo
B – 2015)
En la Solemnidad de todos los Santos, la Iglesia que
peregrina en la tierra se alegra y celebra por aquellos integrantes que han
alcanzado ya la eterna bienaventuranza y que conforman la Iglesia triunfante, los
santos, quienes contemplan, por toda la eternidad, a Dios Uno y Trino. La alegría
de la Iglesia en este día es una participación de la alegría que experimentan
los bienaventurados en el cielo, una alegría que les viene por contemplar, cara
a cara, a las Tres Divinas Personas, que son la Alegría en sí misma.
La Iglesia celebra a los santos, que se distinguen de
nosotros porque nosotros, mientras vivimos en esta tierra, somos pecadores. El pecador
es lo opuesto al santo; el pecador, como lo somos nosotros, no tiene en sí la
santidad: debe aspirar a ella, debe aspirar a ser santo, pero no es todavía
santo, mientras esté en esta condición de viador, de peregrino en la tierra y
en la historia, hacia la Jerusalén celestial. Nosotros, pecadores, nos
alegramos por los santos, y en la contemplación de sus vidas, esperamos algún
día ser como ellos, es decir, dejar de ser pecadores, para comenzar a ser
santos. La Iglesia nos propone la vida de los santos, para que los imitemos en
sus virtudes, pero sobre todo, en su amor a Jesucristo, y nos los propone como
modelos a alcanzar. Somos pecadores, llenos de defectos y de miserias humanas,
pero la Iglesia nos dice que debemos ser perfectos, llenos de virtudes y de
santidad divina, como los santos.
Entonces,
¿quiénes eran los santos, a los que la Iglesia celebra y propone como modelos a
imitar? Ante todo, hay que decir que eran hombres comunes y corrientes e
incluso pecadores, y muchos de ellos, grandes pecadores, pero que fueron
transformados por la gracia santificante de Jesucristo. Algunos ejemplos de
santos que, antes de su conversión, fueron pecadores: uno de ellos es Moisés,
que cometió un homicidio (cfr. Éx 2, 11-15), pero luego fue santo; otro ejemplo es San Pablo, quien
antes de su conversión, fue cómplice de un homicidio, porque asistió y aprobó
la muerte del diácono Esteban (cfr. Hech 6, 8); otro ejemplo, es el Beato Bartolo Longo, quien
antes de ser ferviente devoto y difusor del Santo Rosario y de la advocación de
Nuestra Señora del Rosario de Pompeya, fue espiritista, médium y sacerdote de
Satanás, además de ser un gran enemigo de la Iglesia, al dejarse contaminar por
el pensamiento de filósofos anti-cristianos como Hegel y Renán; otro ejemplo de
santo que fue pecador antes de su conversión fue San Agustín, que vivió una
vida disoluta antes de la conversión –tuvo un hijo, Adeodato- y frecuentó todo
tipo de sectas; a Santa Teresa de Ávila, Jesús la llevó al infierno y la hizo
entrar en la cueva con paredes de fuego que
le estaba destinada por toda la eternidad, si es que continuaba con su
vida de pecadora; y así, innumerables ejemplos. Sin embargo, estos santos, que eran
pecadores antes de su conversión, cuando recibieron la gracia de la conversión,
se dieron cuenta del valor inestimable de la gracia y por eso dejaron toda su
vida anterior de pecado y comenzaron a vivir en gracia y nunca más dejaron de
vivir en gracia, y es en esto en lo que radica el mérito de los santos. Se enamoraron
de Jesucristo y de su gracia y prefirieron morir antes que perder la amistad
con Jesús y la gracia.
Sin
la gracia de Jesucristo, los santos no solo jamás habrían sido santos, sino que
habrían tan o más pecadores que nosotros, y su condena era segura; su mérito
radica en el aprecio y estima que tuvieron de la gracia, porque sabían que sin
la gracia, nunca serían santos. Santo Domingo Savio, a los nueve años,
comprendió esto con toda claridad, y por eso dijo, el día de su Primera
Comunión: “Prefiero morir antes que pecar”. Esto es lo que caracterizó a los santos:
el apreciar más la vida eterna que la terrena, el despreciar los placeres de
este mundo, con tal de adquirir los bienes eternos; el amar a Jesucristo por
encima de todas las cosas, incluso por encima de su propia vida.
Esto
nos hace ver que, si los santos son lo que son, santos, habiendo sido
pecadores, entonces ahí radica nuestra esperanza para la santidad, porque
nosotros somos pecadores como lo eran los santos antes de recibir la gracia. Es
para esto para lo que la Iglesia nos los propone como ejemplos de vida: para
que aprendamos de ellos y de sus vidas, de sus virtudes y de su mensaje de
santidad, pero sobre todo, de su gran amor a Jesucristo y a su gracia, porque
sin la gracia, jamás habrían sido santos.
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