“Cuando
vean a Jerusalén sitiada por los ejércitos, sepan que su ruina está cerca (…) Entonces
verán al Hijo del hombre venir sobre una nube del cielo" (Lc
21, 20-28). Jesús profetiza acerca de dos hechos diferentes: uno, la ruina del
templo de Jerusalén, cercana en el tiempo, señal para que sus discípulos huyan;
el segundo, la venida del Hijo del hombre, que abarca a todo el universo y del
cual nadie podrá escapar y del cual se abstiene de predecir cuándo sucederá,
porque eso sólo lo conoce el Padre[1].
Jesús
trata dos temas diferentes –la ruina del Templo de Jerusalén con la Segunda
Venida del Hijo del hombre- para quitar el error del mesianismo judío, que
sostenía que si colapsaban el judaísmo y la ley mosaica junto con Jerusalén, el
mundo no podría subsistir y que tanto Israel como la ley mosaica habrían de
triunfar eternamente[2]. Al
tratar los dos temas de modo conjunto, Jesús se diferencia del tipo de mesías
esperado por el judaísmo –quien conduciría a Israel a un triunfo terreno sobre
sus enemigos terrenos-, estableciendo una figura muy distinta de cómo es el verdadero
Mesías: un Mesías que habría de conceder a la Nueva Jerusalén, la Iglesia
Católica, un triunfo espiritual sobre sus enemigos espirituales –el Demonio, la
muerte y el pecado- por el sacrificio de su cruz.
El
primer hecho, la ruina y caída de Jerusalén, profetizado por Jesús, se cumplió
en el año 70 d. C.; el segundo, la Venida del Hijo del hombre, debe aún
cumplirse.
Más allá de cuándo sucederá –sólo el Padre lo sabe-, y más
allá de saber que las señales anunciadas por Jesús se están cumpliendo, lo
importante del mensaje del Evangelio es que el cristiano debe reflexionar acerca
del Mesías que espera: no es un mesías terreno, que dará un triunfo temporal
sobre enemigos terrenos y temporales, sino un Mesías-Dios, que concederá el
triunfo definitivo sobre los tres grandes enemigos de la humanidad, el Demonio,
el mundo y la carne. Hasta que venga el Mesías, en su Segunda Venida, sobre las
nubes del cielo, lo recibimos en su Venida Eucarística, acaecida sobre el altar,
en cada Santa Misa.
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