“Y
Judas Iscariote, el mismo que lo entregó” (Mt 10, 1-7). El Evangelista describe a Judas
Iscariote no por su pertenencia al grupo selecto de discípulos de Jesús, al que
Judas pertenecía, sino por la horrible acción que condujo al apresamiento y
posterior condena a muerte de Jesús, la traición: “Y Judas Iscariote, el mismo
que lo entregó”. Dice San Ambrosio que Jesús escogió a Judas, no porque no
supiera lo que Judas habría de hacer, sino que lo hizo, aún con conocimiento de
causa –Jesús no podía no saberlo, siendo Él Dios en Persona y, por lo tanto,
omnisciente-: “Escogió al mismo Judas, no por inadvertencia sino con
conocimiento de causa. ¡Qué grandeza la de esta verdad que incluso un servidor
enemigo no puede debilitar! ¡Qué rasgo de carácter el del Señor que prefiere
que, a nuestros ojos quede mal su juicio antes que su amor! Cargó con la
debilidad humana hasta el punto que ni tan sólo rechazó este aspecto de la
debilidad humana”[1].
Y el mismo San Ambrosio afirma que Jesús quiso esta traición, para que
supiéramos cómo hacer cuando alguien nos traicione: “Quiso el abandono, quiso
la traición, quiso ser entregado por uno de sus apóstoles para que tú, si un
compañero te abandona, si un compañero te traiciona, tomes con calma este error
de juicio y la dilapidación de tu bondad”[2]. Es
decir, si alguien nos traiciona, debemos tratarlo con la misma bondad con la
que trató Jesús a Judas.
Pero
hay otro aspecto a considerar en este Evangelio, y es qué es lo que Judas
pierde, y qué es lo que obtiene, con su traición: lo que Judas pierde es la
Comunión con el Cuerpo y la Sangre del Señor, en la Última Cena, al tiempo que gana
la comunión con Satanás. Un autor dice así: “Quiero hablar a los faltos de
juicio: Venid a comer de mi pan y a beber el vino que he mezclado. Y, tanto a
los faltos de obras de fe como a los que tienen el deseo de una vida más
perfecta, dice: “Venid, comed mi cuerpo, que es el pan que os alimenta y
fortalece; bebed mi sangre, que es el vino de la doctrina celestial que os
deleita y os diviniza; porque he mezclado de manera admirable mi sangre con la
divinidad, para vuestra salvación”[3]. El
Cuerpo de Jesús, la Eucaristía, es ese “pan que alimenta y fortalece” y su
Sangre es “el vino de la doctrina celestial que nos deleita y diviniza”, y la
razón es que, en la Eucaristía, prolongación de la Encarnación, Jesús, la Segunda
Persona de la Trinidad, ha mezclado su Sangre con su Divinidad, de manera tal
que el que comulga el Cuerpo, la Sangre y el Alma de Jesús en la Eucaristía, es
alimentado con su Divinidad: “(…) he
mezclado de manera admirable mi sangre con la divinidad, para vuestra salvación”[4].
Pero
Judas, en vez de recostarse en el adorable pecho del Salvador, para escuchar
los dulces latidos de su Corazón, como hizo Juan, Judas prefirió escuchar el
duro y metálico tintinear de las monedas de plata, precio y pago de su traición,
y así, en vez de alimentarse del Cuerpo y la Sangre del Salvador, unidos a su
divinidad, se alimentó “del bocado”, no de la Eucaristía, y en vez de ser
invadido del Espíritu Santo, como sucede con los que comulgan con amor y fervor
la Hostia Santa y Pura, entró en comunión con Satanás, como lo dice el
Evangelio: “Judas tomó el bocado (y) Satanás entró en él” (Jn 13, 27). Y en vez de acompañar al Redentor en el Cenáculo,
iluminado por la luz de su Sagrado Corazón, Judas sale del Cenáculo, rompe la
comunión con Jesús, el Hombre-Dios, y se interna en la noche, no solo en la
noche cosmológica, sino en la Noche eterna, en la comunión en el odio deicida
con las sombras vivientes, los ángeles caídos y los condenados: “Judas salió
del Cenáculo. Afuera era de noche”. En vez de dar su vida por amor a Jesús, el
Redentor, como lo harían luego los Apóstoles, Judas sale para consumar la
traición, envuelto en el odio a Dios y a su Mesías y devorado por el ansia
insaciable de dinero mal habido, característica de la avaricia.
Tengamos
mucho cuidado en preferir las cosas del mundo, antes que la Eucaristía.
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