(Domingo
II - TA - Ciclo A - 2016-2017)
“Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca” (Mt 3, 1-12). Juan el Bautista predica en
el desierto la necesidad de la conversión del corazón, porque “el Reino de los
cielos está cerca” (…) aquel que viene detrás de mí es más poderoso que yo, y
yo ni siquiera soy digno de quitarle las sandalias. El los bautizará en el
Espíritu Santo y en el fuego”. Juan el Bautista predica la necesidad de la
conversión, pero, ¿qué es la conversión? ¿En qué consiste? Para poder entender
un poco mejor qué es la conversión pedida por la Escritura, podemos comparar al
corazón con el girasol y a la conversión con el movimiento nocturno y diurno
del girasol. Durante la noche, el girasol tiene sus hojas dobladas y cerradas
sobre su corola la cual, a su vez, está inclinada hacia la tierra: podemos
decir que es el corazón del hombre sin la conversión, cerrado en sí mismo, en
su propio yo, en su propio ego; está a oscuras, porque no tiene la luz de Dios,
y está inclinado hacia las cosas bajas de la tierra, porque no piensa en un
destino trascendente, en algo que vaya más allá de esta vida, como la vida
eterna; para este hombre no convertido, la oscuridad, el egoísmo, los placeres
de la tierra, constituyen todo lo que tiene y todo lo que quiere; la noche, a
su vez, es símbolo de la oscuridad que reina en su alma, como consecuencia de
no conocer a Dios, que es Luz inextinguible. Esto es lo que sucede con el
girasol en la noche, pero a medida que avanza la noche, cuando más oscura esta
se pone, más cerca está el amanecer del nuevo día, y es así que, en el cielo,
se observa una estrella resplandeciente, la más grande de todas las estrellas,
la Estrella de la mañana o la Aurora, que anuncia el fin de la noche y la
llegada del nuevo día; la Estrella de la mañana anticipa y precede al sol y su
presencia es sinónimo de la inminente llegada del sol, que disipa las tinieblas
con su luz. Esta Estrella de la mañana es la Virgen María, la Mediadora de
todas las gracias, cuya llegada al alma, a la vida de una persona, anuncia la
inminente llegada, a esa misma alma, de un nuevo día en su vida, el día sin
ocaso, iluminado por el Sol eterno de justicia, Cristo Jesús. Cuando la Virgen llega
a un alma, su llegada anticipa la llegada del Sol de justicia, Cristo Jesús,
que ilumina con los rayos de su gracia las tinieblas del pecado, del error, de
la ignorancia, y vence las tinieblas de la muerte y a las tinieblas vivientes,
los demonios, e ilumina el alma con su propia luz, inaugurando así en el alma
una nueva vida, no ya caracterizada por la noche y las cosas terrenas, sino por
el nuevo día, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, la vida de
los hijos de la luz. Y así como el girasol, cuando aparece la Estrella de la
mañana, que anuncia el nuevo día, comienza a despegarse de la tierra y a abrir
sus pétalos, para orientar su corola hacia el sol y, cuando aparece el sol, lo sigue en su recorrido por el cielo, así también el alma, que recibe la Visita de
la Virgen, Estrella de la mañana, recibe la gracia de la conversión, con lo
cual el alma eleva su mirada hacia Jesucristo, el Hombre-Dios, Rey de cielos y
tierra. Así, el alma que se convierte, deja de estar a oscuras y fija su vista
en las cosas de la tierra, para elevar la mirada del alma a Jesucristo, Rey de
reyes, y a desear las cosas del cielo. Con esta figura es como podemos graficar
el proceso de conversión que pide la Escritura. La conversión es despegar
el corazón de las cosas de la tierra y elevar la mirada del alma al Cordero de
Dios, Jesucristo, que viene a nosotros por la Eucaristía y habrá de venir, al
fin del tiempo, para juzgar a la humanidad.
¿Es necesaria la conversión? Absolutamente, porque el mismo
Jesús lo dice: “Conviértanse, porque si no, todos ustedes perecerán”. Y el
“perecer”, se refiere, no a la muerte primera, terrena, sino a la muerte
segunda, la “eterna condenación”, de la cual pedimos ser librados en la
Plegaria Eucarística I del Misal Romano. Es decir, no es indiferente
convertirse o no convertirse, porque el Hombre-Dios dará la recompensa a quien
lo haga, y castigará a quien no lo haga: “Tiene en su mano la horquilla y
limpiará su era: recogerá su trigo en el granero y quemará la paja en un fuego inextinguible”.
No caben interpretaciones acomodaticias: “recogerá el trigo en el granero”
quiere decir que dará el cielo eterno a quienes se esforzaron para vivir en
gracia y observar con fe y con amor los Mandamientos de la Ley de Dios; “fuego
inextinguible” a su vez se refiere al Infierno, adonde irán las almas de los
réprobos, los que libremente decidieron vivir y morir en el mal, recibiendo en
el Infierno lo opuesto a lo que reciben los bienaventurados en el cielo: si los
santos en el cielo ven glorificados sus cuerpos y sus almas, en el Infierno,
tanto el cuerpo como el alma, reciben un castigo que consiste en una doble pena:
la pena de daño, que es el sufrimiento del alma al saber que nunca más verá a
Dios, y la pena de sentido, que es el dolor del cuerpo resucitado pero no
glorificado del condenado, que sufre dolores inimaginables a causa,
precisamente del fuego, que quema no sólo el cuerpo, sino también el alma[1].
“Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca”. En
la voz del Bautista, la Santa Madre Iglesia nos concede, en Adviento, el tiempo
y las gracias necesarias para que decidamos querer querer la conversión, como
requisito para recibir en el corazón a Aquel que “bautiza en el fuego del
Espíritu Santo”, Jesús Eucaristía.
[1] Así lo dice el
Magisterio de la Iglesia pues la existencia del Infierno es un dogma y los
dogmas pertenecen al depósito de la fe de una manera irreversible. Negar algún
dogma significa negar la misma fe, pues supone negar la autoridad de Dios, que
lo ha revelado. El dogma del Infierno: Primera proposición dogmática: “Existe
el infierno, al que van inmediatamente las almas de los que mueren en pecado
mortal” (De fe divina expresamente definida). Segunda proposición dogmática:
“La pena de daño del infierno consiste en la privación eterna de la visión
beatifíca y de todos los bienes que de ella se siguen” (De fe divina). Tercera
proposición dogmática: “A la pena de daño del infierno se añade la pena de
sentido, que atormenta desde ahora las almas de los condenados y atormentará
sus mismos cuerpos después de la resurrección universal” (De fe divina). Cuarta
proposición dogmática: “La pena de sentido consiste principalmente en el
tormento del fuego” (De fe divina). Quinta proposición dogmática: “El fuego del
infierno atormenta no sólo a los cuerpos, sino también a las almas de los
condenados” (De fe divina). Sexta proposición dogmática: “Las penas del
infierno son desiguales según el número y gravedad de los pecados cometidos”
(De fe divina). Séptima proposición dogmática: “Las penas del infierno son
eternas” (De fe divina). La existencia del infierno y de que es eterno, fue
definido dogma de fe en el IV Concilio de Letrán. El Concilio IV de Letrán
(1215) declaró: “Aquellos [los réprobos] recibirán con el diablo suplicio
eterno” Dz 429; cfr. Dz 40, 835, 840. ¿En qué consisten las penas del infierno?
El sufrimiento del alma por no poder ver a Dios, llamado pena de daño. El sufrimiento
del cuerpo o pena de sentido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario