María Santísima, que está encinta por obra del Espíritu
Santo, visita a su prima Santa Isabel (Lc 1, 39-45). Esta, al verla llegar, no la saluda con
el saludo habitual que se da entre familiares que hace tiempo que no se ven,
sino que le dice: “la Madre de mi Señor”. Además, tanto ella, como Juan el
Bautista, todavía no nato, exultan de alegría, y esta alegría tampoco se debe a
la alegría natural que se experimenta cuando se ve a un familiar a quien se ama
y hace tiempo que no se veía. Tanto el título que le da Isabel a María –“Madre
de mi Señor”-, como la alegría que ella y su hijo Bautista experimentan, se
debe no a factores naturales, sino a la presencia del Espíritu Santo en Santa
Isabel. En efecto, el Evangelio dice: “Isabel, llena del Espíritu Santo”. Es la
Presencia del Espíritu Santo en Isabel la que hace que llame a María no como “prima”,
sino como “Madre de mi Señor”; es el Espíritu Santo es el que hace que Santa
Isabel llame a su sobrino “mi Señor”, un título que equivale a decir “mi Dios”;
es la Presencia del Espíritu Santo la que hace que ella esté “llena de alegría”
y que su hijo Bautista “salte de alegría” en su seno, porque el Bautista se
alegra no porque llegó su primo, sino porque llegó el Salvador.
Es el Espíritu Santo, Quien ilumina con su luz celestial y
eterna, el que permite ver en María no a una mujer más de Palestina, sino a la
Madre de Dios; es el Espíritu Santo el que permite ver, en el fruto virginal de
María, no a un niño más, sino “al Señor”, a Dios Hijo encarnado; es el Espíritu
Santo el que concede la alegría por la Visitación de María y, con María, Jesús,
el Hijo de Dios.
De manera análoga, es el Espíritu Santo el que, con su luz,
permite apreciar a María que visita, para Navidad, nuestros pobres corazones;
es el Espíritu Santo el que permite ver y saber que el Niño que nace de María
no es un niño más, sino el Niño Dios; es el Espíritu Santo el que nos permite
alegrarnos, no por fiestas mundanas y paganas, sino por el Nacimiento de Dios
hecho Niño sin dejar de ser Dios, en Belén. Y es el Espíritu Santo el que nos
hace comprender que la verdadera fiesta y la verdadera alegría de Navidad está
en la Santa Misa de Nochebuena, porque el mismo Niño que se encarnó en el seno
de María Virgen, es el mismo Niño que prolonga su Encarnación en la Eucaristía.
Que el Espíritu Santo nos conceda la verdadera alegría de Navidad, que no son
ni los regalos, ni las fiestas mundanas, ni los banquetes, sino el Nacimiento
del Niño Dios en los corazones que, pobres y oscuros como el Portal de Belén,
hagan lugar para que nazca en ellos el Niño Dios.
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