“Les anuncio una gran alegría, les ha nacido un Salvador (…)
un niño recostado en un pesebre” (cfr. Lc
2, 1-14). Para Navidad, la Iglesia nos presenta, para nuestra contemplación, a
un Niño recién nacido, envuelto en pañales, acompañado de su Madre y de su
padre; toda la escena se desarrolla en un refugio para animales, en una cueva
oscura y fría, iluminada solo por la débil luz de una fogata. Si se ve solo con
los ojos humanos y con la sola luz de la razón natural, la escena de Navidad no
se diferencia en nada a la de cualquier otra familia humana, en donde ha nacido
el primogénito: se ve una mujer, que ha dado a luz por primera vez; se ve a
quien parece ser su esposo; se ve a un niño, que llora a causa del frío y el
hambre y que busca el abrazo materno.
Vista con los ojos humanos, la escena de Navidad no se
diferencia de otro nacimiento de cualquier otra familia humana. Sin embargo,
visto con los ojos de la fe, la escena del Pesebre de Belén representa el acontecimiento
más importante para toda la humanidad, porque el destino de la humanidad entera
depende de ese Niño que acaba de nacer, porque ese Niño no es un niño más: ese
Niño es Dios hecho niño, sin dejar de ser Dios, y ha venido a nuestro mundo, a
nuestra existencia y vida personal, para librarnos de nuestros enemigos
mortales –el Demonio, el Pecado y la Muerte-, para concedernos la filiación
divina y para conducirnos al Reino de los cielos, una vez finalizado nuestro
paso por la tierra.
No se puede contemplar el Pesebre de Belén con la sola luz
de la razón natural, porque esta es absolutamente insuficiente para poder
vislumbrar el misterio del Niño de Belén; sólo con la luz de la fe, que permite
al hombre contemplar, en ese Niño, a la Palabra de Dios encarnada, al Unigénito
del Padre, consubstancial al Padre y de su misma naturaleza divina, es posible
desentrañar el misterio que encierra la escena del Pesebre de Belén. La Iglesia
exulta de alegría precisamente porque ve, en ese Niño, a Dios hecho Niño sin
dejar de ser Dios, que viene a iluminarnos a nosotros, que vivimos “en
tinieblas y en sombras de muerte”, con la luz de su gloria divina, que emana de
su Divino Rostro de Niño, y como la luz que emite ese Niño es luz viva, porque
es la luz de Dios, que “es Luz”, todo aquel que es iluminado por este Niño, Luz
de Dios, recibe la Vida divina, la vida que brota de su Ser divino trinitario. La Iglesia exulta
de gozo porque ese Niño que ha nacido en Belén es Dios Hijo en Persona y por
eso lo alaba, lo exalta, lo aclama, lo adora y lo ama como a Dios, y se postra
en adoración ante Él, porque es el Hijo de Dios encarnado.
El Niño que nace en Belén –que significa “Casa de Pan”-, ha
venido para unirse a nosotros en íntima comunión de amor y vida y para unirse a
nosotros, es que se ofrece como Pan de Vida eterna en la Eucaristía: el mismo
Niño que nació en Belén, es el mismo Dios que se encuentra Presente real,
verdadera y substancialmente, en la Eucaristía. Es por esto que la Navidad se
consuma en la Eucaristía, porque en la Eucaristía se cumple el deseo de Dios
Hijo al venir a este mundo, y es el de unirse al hombre por el Amor de Dios, el
Espíritu Santo. Comulgar en estado de gracia, esto es, unirse al Niño Dios que
se encuentra en la Eucaristía, es la esencia de la Navidad, porque así se
cumple el deseo del Niño Dios al venir a este mundo, y es el de unirse a
nuestras almas en el Amor de Dios.
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