“Les
traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la
ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor” (Lc 2, 1-14). Luego de que María diera a
luz, el Ángel del Señor anuncia a los pastores “una gran alegría”: ha nacido,
para los hombres, “un Salvador, el Mesías, el Señor”. El suceso anunciado por
el Ángel a los pastores, es el evento más extraordinario que jamás la humanidad
entera haya podido siquiera imaginar; su importancia, su trascendencia, en el
tiempo y en la eternidad, escapa a la comprensión de la creatura. ¿Qué es lo
que ha sucedido, que es tan importante? Lo dicen las palabras del Ángel: “ha nacido
para los hombres un Salvador, el Mesías, el Señor”. El Niño nacido de una Mujer
Virgen, María Santísima, en un oscuro y pobre portal de Belén –no había lugar
para su Nacimiento en las ricas posadas-, es el Salvador de los hombres, pero
no es un Niño más entre tantos: es “el Señor”, es decir, es Dios: ese Niño,
envuelto en pañales, tiritando de frío, llorando de hambre y buscando con sus
bracitos el abrazo materno de su Madre, como lo hace todo recién nacido, es el
Verbo Eterno de Dios, la Palabra substancial del Padre, el Hijo Unigénito de
Dios que se hace Niño sin dejar de ser Dios, para que los hombres, hechos niños
por la inocencia que concede la gracia, nos hagamos Dios por participación. Ese
Niño que nace milagrosamente del seno virgen de la Madre de Dios, es Dios Hijo,
el Dios de majestad infinita, el Dios que habita en una luz inaccesible, el
Dios tres veces Santo, el Dios invisible y Espíritu Purísimo, que se ha
recubierto de carne en el seno virgen de María, para volverse visible,
sensible, accesible, a los hombres, y así los hombres, sin temor alguno,
pudieran acercarse a Dios. Ese Niño que nace en Belén es el Dios de infinita
majestad, que viene a los hombres como un Niño recién nacido, para que ningún
hombre pueda decir que teme a Dios, porque, ¿quién puede tener temor o miedo de
un Niño recién nacido? ¿Puede alguien, en su sano juicio, decir que es capaz de
temblar de pies a cabeza frente a un Niño que acaba de nacer? Pues, entonces,
para que nadie pueda decir que no se acerca a Dios porque le teme, entonces es
que Nuestro Dios y Señor viene a nosotros indefenso, llorando de hambre,
temblando de frío, buscando y mendigando nuestro mísero amor, y extiende sus
bracitos, para que nosotros abracemos a Nuestro Dios y le demos todo el amor
del que seamos capaces.
Esta
es la alegría que anuncia el Ángel a los pastores; ésta es la más alegre
noticia que jamás la humanidad haya podido siquiera imaginar: Dios en Persona,
el Unigénito del Padre, por el Amor del Espíritu Santo, ha venido a nuestra
tierra, buscando nuestro amor, y ha venido como un Niño recién nacido, para que
nadie pueda excusarse y decir: “No me acerco a Dios, porque tengo miedo de
Dios”, porque nadie teme a un Niño que acaba de nacer, sino que le da todo el
amor del que se es capaz.
Este
Niño es nuestro Salvador porque ha venido para salvarnos de los tres grandes
enemigos de los hombres: el Demonio, el Pecado y la Muerte, y a los tres habrá
de vencerlos definitivamente cuando, ya adulto, suba a la Cruz y entregue su
Cuerpo Sacratísimo y derrame su Sangre Preciosísima en rescate por nuestras
almas.
“Les
traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la
ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor”. Esta
misma noticia anuncia la Iglesia a los hombres de hoy: en el altar eucarístico,
el Nuevo Belén, prolonga su encarnación y renueva su nacimiento el mismo Niño
Dios que nació en Belén, el mismo Mesías, el mismo Señor, Cristo Jesús, la
Palabra substancial del Padre, que se nos ofrece como Pan de Vida eterna con su
Cuerpo glorioso, oculto a los ojos materiales, pero visible a los ojos del alma
iluminados por la luz de la fe, en la Eucaristía. Entonces, en Navidad,
celebramos el Nacimiento de Nuestro Señor, que ha venido como un Niño en Belén para
salvarnos y para unirse a nosotros, donándose como Pan de Vida eterna en la
Eucaristía, y esta es la razón por la cual la Navidad se cumple en la Santa
Misa de Nochebuena, porque allí se consuma aquello para lo que ha venido Dios
Hijo a este mundo: para que, salvados y justificados por su gracia
santificante, nos unamos a Él, en su Cuerpo, para ser conducidos al seno del
Padre, por el Espíritu Santo, el Amor de Dios. Y esto se cumple cabalmente en
la Comunión Eucarística, y es por este motivo que la verdadera fiesta de
Navidad es la Santa Misa de Nochebuena: el mismo Dios que vino para unirse a nosotros en Belén, Casa de Pan, es el mismo Dios Hijo que, con su Cuerpo glorioso, se nos ofrece como Pan Vivo bajado del cielo, para que nos unamos a Él por el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Pero al igual que hace veinte siglos,
cuando sólo unos pocos pastores tuvieron el privilegio de recibir la Buena
Nueva y alegrarse por ella, y sólo fueron ellos quienes adoraron al Niño Dios,
así también hoy, aturdidos la inmensa mayoría de los hombres por la vorágine
atea y agnóstica que los envuelve por doquier, también hoy son escasos los
hombres que, como los pastores, se alegran por la más asombrosa Noticia que
jamás los hombres hayan escuchado: la Presencia del Niño Dios en la Eucaristía.
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