“El
que cumpla y enseñe los Mandamientos será considerado grande en el Reino de los
cielos” (Mt 5, 17-19). Los criterios
de Jesús están en contraposición con los criterios del mundo: mientras el mundo
considera insignificantes a quienes enseñan los Mandamientos de Dios y castiga
relegando a quienes lo hacen, el Cielo, por el contrario, los considera “grandes”,
elogiándolos y premiándolos, aunque no en esta vida, sino en la otra.
El
motivo es que el mundo se rige por una escala de valores -o, más bien, de anti-valores-
que se contraponen radicalmente a los valores evangélicos: para el mundo, los
Mandamientos de la ley de Dios no cuentan para nada, porque el mundo se rige
con los criterios del materialismo y del culto al poder, a la sensualidad, al
éxito, a la apariencia, al egoísmo, al dinero y a la violencia.
Esto
quiere decir que en el mundo triunfa quien muestra más ambición por el dinero,
o quien muestra más astucia mundana para alcanzar puestos de poder, o quien se
muestra más despiadado para con su prójimo, ya que para subir en la escala del
mundo se necesita dejar de lado la compasión y la misericordia. El mundo premia
a los que se muestran inmisericordiosos, avaros, hedonistas, materialistas,
inescrupulosos, ávidos de riquezas ajenas.
Contrariamente
ocurre en la Iglesia: quien más se acerca al ideal del Buen Samaritano que es
Cristo, quien más viva la santa pobreza de la Cruz, quien más se esfuerce por
imitar a Cristo casto, puro, inocente, misericordioso, y de esa manera enseñe,
con el ejemplo de su vida, los Mandamientos de Dios, ese tal será considerado “grande”
en el Reino de los cielos.
Sin
embargo, lo malo se da cuando la Iglesia –o mejor, los hombres de la Iglesia-,
en vez de iluminar al mundo y hacerlo participar de los valores evangélicos,
abandona a estos para adoptar, mimética y acríticamente, los valores mundanos. Esto
sucede cuando se piensa en la Iglesia como una Organización No Gubernamental –religiosa,
solidaria, sí, pero ONG- y no como Cuerpo Místico de Cristo; esto sucede cuando
en la Iglesia se adoptan los criterios mercantilistas mundanos que la
convierten en una empresa, mientras se dejan de lado los criterios evangélicos.
Así, la Iglesia se guía por parámetros que nada tienen que ver con Dios, como
por ejemplo, la “eficacia” o “no eficacia”, la “conveniencia” o “no
conveniencia”, la “rentabilidad” o “no rentabilidad”, en vez de aplicar los
criterios evangélicos en la resolución de los problemas concretos que a diario
se presentan, como por ejemplo, la caridad o amor sobrenatural a Dios y al
prójimo expresados en la parábola del Buen Samaritano.
El
problema no es que el mundo se rija por criterios no evangélicos, porque
precisamente el mundo es el mundo y no es el cielo; el problema se da cuando la
Iglesia –sus integrantes, los bautizados-, llamada a convertir el mundo en un
anticipo del cielo a través del amor misericordioso de sus integrantes, se
olvida de esta misión y adopta criterios mundanos y anti-evangélicos que se
alejan en un sentido diametralmente opuesto a las enseñanzas de Jesús.
“El
que cumpla y enseñe los Mandamientos será considerado grande en el Reino de los
cielos”. El filósofo ateo Nietzsche decía erróneamente que el cristianismo era
una “religión de esclavos”; sin embargo, Jesús no suprime nuestro deseo de grandeza, como
tendría que hacerlo si fuera una religión de esclavos: todo lo contrario, nos
anima a ser grandes, pero en el cielo, para lo cual debemos desechar los criterios mundanos y vivir los criterios evangélicos ser humildes en la tierra
y predicar y enseñar, con el ejemplo de vida, sus Mandamientos, lo cual se
consigue únicamente en la imitación de Cristo crucificado, pobre, casto, puro,
misericordioso.
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