“Ámense
los unos a los otros como Yo los he amado” (Jn
15, 9-17). Antes de subir a la Cruz, Jesús deja a sus discípulos y a su Iglesia
toda, un nuevo mandamiento: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”.
Con respecto a este mandamiento, la crítica racionalista ha interpuesto tres objeciones:
una, tildándolo de sensiblero, reduciendo el mandato nuevo y el cristianismo
todo a la pura sensiblería; la segunda objeción, considerando al mandato nuevo
como imposible de ser cumplido, puesto que Dios no puede “obligar” a alguien a
amar, y mucho menos puede obligar a amar a un enemigo, tal como está
comprendido en este mandamiento: “Ama a tu enemigo” (Mt 5, 43-48). Una tercera objeción sostiene que Jesús no agrega
nada nuevo, puesto que el mandamiento del amor al prójimo ya estaba presente en
la ley de Moisés.
Para
responder a estas objeciones, hay que decir que son inconsistentes y nada
tienen que ver con el núcleo del mandato de Jesús y que la comprensión
sobrenatural del mandamiento nuevo, también sobrenatural, se obtiene en la
contemplación de Cristo crucificado.
Es
Cristo crucificado quien da la medida, el alcance y la cualidad substancial del
Amor sobrenatural con el que se debe vivir este mandamiento.
A
la primera objeción, hay que responder que el Amor con el que se debe amar al
prójimo –incluido, y en primer lugar, a aquel que es nuestro enemigo-, es el
Amor de Cristo crucificado, un Amor que a primera vista, está muy lejos de ser
meramente “sensiblero” o puramente afectivo, puesto que la sensiblería o la
mera afectación sensible se contraponen de modo radical con la Cruz. Un amor meramente
sensible o afectivo rechaza radicalmente la Cruz, y por eso no es con este amor
con el cual hay que vivir el mandamiento nuevo de Jesús.
A
la segunda objeción, interpuesta por Sigmund Freud-, de que Dios no puede
obligar a nadie a amar, hay que responder que no es verdad, porque Dios, que “es
Amor” (1 Jn 4, 8), ha creado al
hombre “a imagen y semejanza suya” (Gn
1, 26ss), lo cual quiere decir que ha creado al hombre con capacidad de amar, y
de tal manera, que esta capacidad no le es extraña, sino que forma parte de su
esencia, porque es de la esencia del hombre conocer y amar. Por lo tanto, Dios
sí puede “obligar” o mandar al hombre a amar a su prójimo, porque en realidad no
lo está “obligando” o “mandando”, sino que le está “indicando” o “aconsejando”
que actúe según la única forma en la que el hombre puede actuar, según el
designio divino. De todos modos, el hombre permanece siempre libre, ya que la
libertad es tal vez la imagen más patente que de Dios lleva en sí mismo el
hombre. Sin embargo, si el hombre no ama, y en vez de eso, odia, ahí sí está
haciendo un acto anti-natural para él, porque Dios no lo creó para el odio,
sino para el amor. Dios sí puede “obligar” al hombre a no odiar, en el sentido
de prohibirle dicha actividad, que le es contrario a su naturaleza y, como todo
lo anti-natural, le provoca un gran daño.
A
la tercera objeción, hay que responder que Jesús agrega un mandato nuevo,
porque la cualidad del Amor con el que manda amar es substantivamente diferente
al amor con el que Yahvéh mandaba amar en el Antiguo Testamento. Según este
mandamiento, los israelitas debían amar a sus prójimos pero con un amor humano,
puramente natural, y ese no es el amor con el cual Jesús manda amar. Jesús da
una indicación de este Amor cualitativamente diferente cuando dice: “Ámense los
unos a los otros como Yo los he amado”,
y Él nos ha amado con su Amor, que es el Amor infinitamente perfecto del
Hombre-Dios; es un Amor humano-divino: humano, porque surge de su naturaleza
humana perfectísima, la naturaleza humana asumida en el seno de María Virgen
por la Segunda Persona de la Santísima Trinidad; divino, porque es el Amor que
la Segunda Persona de la Santísima Trinidad espira, junto a Dios Padre, desde
la eternidad: el Espíritu Santo. Es decir, Jesús nos ama con un amor
completamente nuevo, su Amor humano-divino de Hombre-Dios, y por eso el
mandamiento es radicalmente nuevo. Pero es también nuevo porque este Amor
conduce a la Cruz y se manifiesta en la Cruz en su máximo esplendor y potencia,
porque solo un Amor de origen celestial, perfectísimo, sobrenatural, como el de
Cristo Jesús, puede llevar a dar la vida “por los amigos” (cfr. Jn 15, 13), pero también “por los enemigos”
(cfr. Mt 5, 43-48), como lo hace
Jesús, porque muere por toda la humanidad, que era enemiga de Dios por el pecado. Ningún amor
puramente humano, por más perfecto que sea, conduce a dar la vida, y menos en
la Cruz, por los enemigos, y por eso Jesús crucificado es la prueba irrefutable
de que el Amor con el que nos amó, y con el cual nos manda amar entre nosotros,
es el Amor de Dios.
“Ámense
los unos a los otros como Yo los he amado”. Solo en la contemplación de Cristo
crucificado puede ser comprendido y vivido el mandamiento nuevo del amor.
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