Cuando se contempla el Pesebre de Belén, no debe dejarse de
lado el hecho de que la tierna escena del Niño Dios que abre sus brazos
esperando ser recibido con amor, es el mismo Hombre-Dios que, en el Calvario,
extiende los brazos en la cruz para abrazar con ellos a todos los hombres y
comunicarles el Amor del Padre, y es el mismo Hombre-Dios que, como Sumo y Eterno
Sacerdote, extiende los brazos por medio del sacerdote ministerial, en la Santa
Misa, para perpetuar, de modo incruento y sacramental, sobre el Altar
Eucarístico, el Santo Sacrificio de la Cruz. Así, el Pesebre, la Cruz y el
Altar Eucarístico, no son escenas aisladas de una piedad sentimentalista y
fragmentada, sino tres etapas, intrínseca e indisolublemente conexas, de la
vida del Redentor, el Hombre-Dios, que naciendo como Niño humano, como “Hijo de
hombre” (cfr. Mt 24, 44), se dona a
sí mismo en Belén, Casa de Pan, como Pan Vivo bajado del cielo; este Niño Dios
es el mismo que, como Hombre-Dios, en el Calvario, dona su Alma y su Divinidad
junto con su Cuerpo y su Sangre; este Niño Dios es el mismo que, en el Altar
Eucarístico, Nuevo Calvario y Nuevo Belén, se dona cada vez, en la Eucaristía,
como Pan Vivo bajado del cielo, con su Cuerpo resucitado, su Sangre inhabitada
por el Espíritu Santo, su Alma glorificada y su majestuosa Divinidad. Pesebre,
Cruz y Altar, tres lugares en donde el alma recibe el Amor de Dios, tres
lugares en donde el alma tiene la oportunidad de darle su pequeño amor a Dios,
que se nos dona como Niño-Dios, como Hombre-Dios y como Pan Vivo bajado del
cielo, como Eucaristía.
Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.
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