Los ángeles, cuyo nombre indica su función –mensajeros de
Dios-, se alegran por contemplar a Dios Uno y Trino en su esencia y por tener que comunicar a los hombres la
más hermosa y alegre noticia que pueda jamás recibir la Humanidad, y es la
Encarnación de la Persona Segunda de la Trinidad y su Nacimiento como un Niño
humano, de María Virgen. Lo que contemplan extasiados los ángeles en el cielo,
es lo que adoran los pastores y Reyes Magos en la tierra y es lo que describe
el evangelista Juan en su Prólogo: los ángeles contemplan a la Palabra de Dios,
que era Dios, que estaba junto a Dios, que era la vida y la luz de los hombres;
los pastores y Magos adoran a esa misma Palabra, hecha Carne, hecha Niño-Dios,
que vino a los suyos para donarse como Pan Vivo bajado del cielo, como Pan
celestial, un Pan que es la Carne gloriosa del Cordero de Dios, que al precio
de su Sangre derramada en la Cruz, quitará los pecados del mundo. Para que los
hombres pudieran alegrarse con la alegría de los ángeles y para que se alimentaran
con Pan de ángeles, es que el Verbo, el Logos, la Palabra de Dios, que estaba
junto a Dios desde la eternidad y era Dios por ser engendrado y no creado,
viene a este mundo y se reviste de carne y sangre, de un cuerpo humano y un
alma humanas, para que así el hombre pudiera, al igual que el ángel, contemplar
con sus propios ojos la gloria de Dios, porque el Niño de Belén es el Dios de
la gloria que se manifiesta en la humildad de la carne, de la naturaleza
humana. A partir de la Encarnación, los hombres no tienen nada que envidiar a
los ángeles, porque si estos se alegraban en la contemplación de la Palabra en
los cielos y se extasiaban en su gloria, ahora los hombres, contemplando a la
Palabra hecha Carne, que manifiesta visiblemente la gloria de Dios a través del
Cuerpo del Niño, también se alegran y regocijan porque ha venido hasta ellos,
hasta este “valle de lágrimas”, el Dios de gloria, de majestad y de alegría
infinitas, para aliviar sus penas y alegrar sus días, hasta el Día del Juicio
Final. Y esa misma alegría y regocijo sobrenaturales experimentan los hombres
cuando adoran al Niño de Belén, con su Cuerpo ya glorioso y resucitado, que ha
pasado ya por el misterio de su Pasión y Resurrección, en el Pan de Vida
eterna, la Eucaristía.
Los pastores
En los pastores se cumple el adagio que dice: “Haz lo que
debes y está en lo que haces”, porque al momento del anuncio de los ángeles
acerca del nacimiento del Niño Dios, se encuentran realizando su labor, la de
cuidar el rebaño. Por el mismo hecho, son una confirmación de que el trabajo,
realizado con honestidad y con la mayor perfección posible, es un lugar de
santificación. Pero lo más importante es el motivo por el cual son elegidos
para recibir el anuncio del Nacimiento: su sencillez, su humildad de corazón y
su amor a Dios, todo lo cual queda de manifiesto en la prontitud con la que
aceptan el mensaje angélico y el amor y el candor que demuestran al acudir a
adorar al Niño Dios. De esta manera, los pastores, hombres de escasa cultura humana
pero que, súbitamente, se vuelven sabios al adquirir sabiduría divina –saber
que el Niño que nace no es un niño más entre tantos, sino Dios que se hace Niño
sin dejar de ser Dios- y se oponen así a las almas soberbias, a las almas centradas
en sí mismas, que piensan que porque poseen sabiduría -sea de las ciencias
divinas, sea de las ciencias humanas-, son superiores a los demás, con lo cual
se vuelven impermeables tanto al mensaje celestial revelado y transmitido directamente
por los ángeles, como en el Nacimiento, como al Magisterio de la Iglesia, tal como
sucede, por ejemplo, con la transmisión ordinaria de la Verdad Revelada
(Catecismo, Credo, Dogmas). Esto quiere decir que, al aceptar el mensaje
angélico sin dudar ni por un instante y al adorar a Dios hecho Niño con alma
humilde, los pastores nos dan ejemplo de cómo debe ser nuestra disposición
–intelecto y voluntad- con respecto a las verdades de la fe, la principal de
ellas, la relativa a la doctrina eucarística: como ellos, que creyeron sin
dudar en lo que los ángeles les decían y así se dirigieron a adorar a Dios, de
igual manera también nosotros, con la misma disposición y humildad, debemos
creer en la Presencia real, verdadera y substancial de Nuestro Señor en la
Eucaristía y postrarnos ante ese Dios que, hecho Niño en Belén, se nos
manifiesta oculto, bajo apariencia de pan, en la Eucaristía.
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