En el Niño que reposa en el Pesebre de Belén y que extiende
sus bracitos, como hace todo niño recién nacido, hay un misterio inefable,
insondable, que encierra en sí mismo el destino de felicidad y alegría eterna
para el hombre. Pero este misterio no se explica ni se entiende, sino se
contempla, a la escena del Pesebre, a la luz de otra escena, igualmente
misteriosa e inefable, la del Hombre-Dios crucificado en el Calvario, el
Viernes Santo. En otras palabras, el Pesebre no se explica sin la Cruz, así
como la Cruz no se entiende sino se contempla la escena del Pesebre y el Niño
que en él yace, envuelto en pañales, a la luz de la fe. El Pesebre y la Cruz
son dos escenas que encierran un único misterio y que por lo mismo forman una
sola y única unidad: el misterio de la Encarnación redentora del Salvador,
Cristo Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad, que viene a nuestro mundo como
Niño Dios, como Niño recién nacido, tomando Cuerpo y Sangre en el seno de la Virgen,
para ofrecer este Cuerpo y Sangre, junto con su Alma y su Divinidad, en el
Altar sacrosanto de la Cruz, como expiación por nuestros pecados y salvación de
nuestras almas. Los ángeles que adoran al Niño y cantan gozosos la gloria de
Dios en el Nacimiento, son los mismos ángeles que, en el Viernes Santo, llenos
de pesar y tristeza, recogerán la Sangre del Cordero de Dios, que brotará a
manantiales de las heridas de sus manos, de sus pies y de su Costado
traspasado. Y serán también los mismos ángeles que adorarán al Cordero que,
prolongando su Encarnación en la Eucaristía y renovando sacramentalmente su
sacrificio en cruz en el Altar Eucarístico, ofrecerá su Cuerpo como Pan de Vida
eterna y su Sangre como Vino de la Alianza Nueva y Eterna en la Santa Misa.
Pesebre, Calvario, Santa Misa y Eucaristía, misterios insondables de un Dios
que se hace Niño, para inmolarse en el Altar de la Cruz y ofrecerse a nuestras
almas como Pan Vivo bajado del cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario