“Deseo que el primer domingo después de Pascua se celebre
solemnemente la Fiesta de la Divina Misericordia (…) Esta Fiesta surge de Mi
piedad mas entrañable... Deseo que la Fiesta de la
Misericordia sea refugio y abrigo para todas las almas y especialmente para los
pobres pecadores. Las entrañas mas profundas de Mi Misericordia se abren ese
día. Derramaré un caudaloso océano de gracias sobre aquellas almas que acudan a
la fuente de Mi misericordia. El alma que acuda a la Confesión, y que reciba la
Sagrada Comunión, obtendrá la remisión total de sus culpas y del castigo... Que
el alma no tema en acercarse a Mi, aunque sus pecados sean como la grana”[1]. Es por deseo
explícito de Jesús que la Iglesia celebra la Divina Misericordia con una fiesta
litúrgica solemne el primer domingo después de Pascua. La razón de la
celebración es que, en ese día, las compuertas de la Misericordia, se abren de
par en par y se derraman sobre las almas; estas compuertas abiertas del cielo
no son otra cosa que el Corazón traspasado de Jesús por la lanza del soldado
romano el Viernes Santo. Al ser traspasado, de su Corazón brotaron “sangre y
agua” (Jn 19, 34), según la descripción de Juan Evangelista, y es este
contenido del Sagrado Corazón lo que quita el pecado de las almas, al mismo
tiempo que las santifica y las justifica, al concederles la gracia divina. La Fiesta
de la Misericordia es extender, en el tiempo y en el espacio, a fin de que
caiga sobre la mayor cantidad de hombres posibles, el derrame del Agua y la
Sangre que brotaron del Corazón traspasado de Jesús, para que tanto mayor sea
la cantidad de almas que, recibiendo la Divina Misericordia, se salven,
evitando de pasar por la Divina Justicia. Para poder apreciar el significado último de esta Fiesta de la Divina Misericordia, hay que tener en cuenta que Jesús
crucificado se interpone entre la Divina Justicia y nosotros, convirtiendo la
Ira santa de Dios, encendida por la malicia del corazón humano, en Divina
Misericordia. Dios Padre nos mira a través de las llagas santas de Jesús y
porque nos mira a través de ellas, es que en vez de descargar sobre nosotros la
Justicia, derrama sobre nosotros su Misericordia. En el tiempo y en el espacio,
esta Misericordia se derrama por el Sacramento de la Confesión, pero lo hace,
de modo especialísimo, abundantísimo, en la Fiesta de la Divina Misericordia,
de modo que quien acuda al Sacramento de la Penitencia en la Fiesta de la
Divina Misericordia, recibe el perdón total de la culpa y de la pena, quedando
su alma inmaculada y santa y su corazón como una imagen y copia viviente de los
Sagrados Corazones de Jesús y María, lista para entrar en el Reino de los
cielos.
Quien acuda a la Divina Misericordia -de manera especial en
la Fiesta de la Divina Misericordia-, que se derrama sobre el alma por el Sacramento
de la Confesión, aun cuando sea “como un cadáver en descomposición”, renacerá a
la vida nueva, la vida de la gracia, que es el anticipo, en esta tierra, de la
vida futura de la gloria. Dice así Jesús Misericordioso: “Escribe de Mi
Misericordia. Di a las almas que es en el tribunal de la misericordia –el Sacramento
de la Penitencia o Confesión; N. del R.) donde han de buscar consuelo; allí
tienen lugar los milagros más grandes y se repiten incesantemente. Para
obtener este milagro no hay que hacer una peregrinación lejana ni
celebrar algunos ritos exteriores, sino que basta acercarse con fe a los pies
de Mi representante y confesarle con fe su miseria y el milagro de la
Misericordia de Dios se manifestará en toda su plenitud. Aunque un alma fuera como un cadáver descomponiéndose de tal manera que desde el punto de vista humano no existiera esperanza alguna de restauración y todo estuviese ya perdido. No es así para Dios. El milagro de la Divina Misericordia restaura a esa alma en toda su plenitud. Oh infelices que no disfrutan de este milagro de la Divina Misericordia; lo pedirán en vano cuando sea demasiado tarde”[2].
Misericordia de Dios se manifestará en toda su plenitud. Aunque un alma fuera como un cadáver descomponiéndose de tal manera que desde el punto de vista humano no existiera esperanza alguna de restauración y todo estuviese ya perdido. No es así para Dios. El milagro de la Divina Misericordia restaura a esa alma en toda su plenitud. Oh infelices que no disfrutan de este milagro de la Divina Misericordia; lo pedirán en vano cuando sea demasiado tarde”[2].
Ahora bien, es el mismo
Jesús Misericordioso quien advierte que, quien desprecie a la Divina
Misericordia, persistiendo en su pecado y sin querer convertirse, deberá comparecer
ante la Justicia Divina: “Quien no quiera pasar por la puerta de Mi
misericordia, tiene que pasar por la puerta de Mi justicia”[3].
Es decir, quien no quiera arrepentirse de sus pecados, manifiesta que
libremente no desea recibir la Divina Misericordia -que es la que,
precisamente, perdona los pecados- y que desea someterse, desafiante, a la
Justicia Divina. Y Dios, que es infinitamente misericordioso, es también
infinitamente justo, no puede dejar de dar, en virtud de su Justicia Divina,
aquello que nos merecemos con nuestras obras libres y con nuestras libres
decisiones: si obramos el mal y no nos arrepentimos, merecemos en justicia la
retribución por el mal cometido, deseado y del que no hemos manifestado
arrepentimiento. Quien no desee la Misericordia Divina, no la obtendrá, pero sí
obtendrá el pago merecido por sus acciones, por medio de la Divina Justicia, y
esto en virtud de lo que dice la Escritura: “De Dios nadie se burla” (Gál 6, 7).
Esto es por lo que decíamos anteriormente: Cristo Jesús se interpone entre la
Justicia Divina y nosotros; si no nos resguardamos bajo los rayos de su Sangre
y Agua, entonces quedamos expuestos a la Divina Justicia: “la ira de Dios se
revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres” (cfr. Rom
1, 18).
Para que nos quede en claro que Jesús, en cuanto Dios, es
Misericordioso pero también Justo y que no deja de dar a cada uno lo que cada
uno merece, es que Él mismo en Persona llevó a Santa Faustina al Infierno, para
que fuera ella, la santa que debía difundir la Misericordia Divina al mundo, la
que diera testimonio también de la Justicia Divina. Dice así Santa Faustina: “Yo,
Sor Faustina, por orden de Dios, estuve en los abismos del infierno para hablar
a las almas y dar testimonio de que el infierno existe. Hoy he estado en los
abismos del infierno, conducida por un ángel. Es un lugar de grandes tormentos,
¡qué espantosamente grande es su extensión! Los tipos de tormentos que he
visto: el primer tormento que constituye el infierno, es la pérdida de Dios; el
segundo, el continuo remordimiento de conciencia; el tercero, aquel destino no
cambiará jamás; el cuarto tormento, es el fuego que penetrará al alma, pero no
la aniquilará, es un tormento terrible, es un fuego puramente espiritual,
incendiado por la ira divina; el quinto tormento, es la oscuridad permanente,
un horrible, sofocante olor; y a pesar de la oscuridad los demonios y las almas
condenadas se ven mutuamente y ven todos el mal de los demás y el suyo; el
sexto tormento, es la compañía continua de Satanás; el séptimo tormento, es una
desesperación tremenda, el odio a Dios, las imprecaciones, las maldiciones, las
blasfemias. Estos son los tormentos que todos los condenados padecen juntos,
pero no es el fin de los tormentos. Hay tormentos particulares para distintas
almas, que son los tormentos de los sentidos: cada alma es atormentada de modo
tremendo e indescriptible con lo que ha pecado. Hay horribles calabozos,
abismos de tormentos donde un tormento se diferencia del otro. Habría muerto a
la vista de aquellas terribles torturas, si no me hubiera sostenido la
omnipotencia de Dios. Que el pecador sepa: con el sentido que peca, con ese
será atormentado por toda la eternidad. Lo escribo por orden de Dios para que ningún
alma se excuse [diciendo] que el infierno no existe o que nadie estuvo allí ni
sabe cómo es. Ahora no puedo hablar de ello, tengo, la orden de dejarlo por
escrito. Los demonios me tenían un gran odio, pero por orden de Dios tuvieron
que obedecerme. Lo que he escrito es una débil sombra de las cosas que he
visto. He observado una cosa: la mayor parte de las almas que allí están son
las que no creían que el infierno existe. Cuando volví en mi no pude reponerme
del espanto, qué terriblemente sufren allí las almas. Por eso ruego con más
ardor todavía por la conversión de los pecadores, invoco incesantemente la
misericordia de Dios para ellos. Oh Jesús mío, prefiero agonizar en los más
grandes tormentos hasta el fin del mundo, que ofenderte con el menor pecado”[4].
Esto nos hace ver que Jesús Misericordioso es un Dios de
Bondad y Amor infinitos, sí, pero que también es un Dios de Justicia infinita y
que nos da lo que nos merecemos con nuestras obras. Si deseamos evitar las puertas
de la Divina Justicia, arrepintámonos de nuestros pecados, acudamos al Sacramento de la Penitencia, vivamos en gracia y obremos
la misericordia –la Iglesia prescribe catorce obras, siete espirituales y siete
materiales o corporales, accesibles para todos, de modo que ninguno diga que no
podía obrar la misericordia-, a fin de pasar al cielo, al término de nuestras
vidas, por las puertas de la Divina Misericordia, el Sagrado Corazón traspasado
de Jesús.
Divina Misericordia
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