martes, 9 de febrero de 2016

Miércoles de Cenizas


(Ciclo C - TC - 2016)

         El ritual de la imposición de cenizas tiene como objetivo el hacernos recordar, a los cristianos, que esta vida terrena, que se desarrolla en el transcurso del tiempo, tiene un fin: “Recuerda que eres polvo, y en polvo te convertirás”. Las cenizas nos recuerdan que nuestro cuerpo, el cuerpo al que tanto cuidamos y alimentamos, está destinado a convertirse, por la muerte, en cenizas, en polvo, puesto que nada de él quedará luego de que el alma, que es el principio vital que le da vida, se separe en el momento de la muerte.
         Ahora bien, como cristianos, sabemos, porque nos lo ha revelado Jesucristo, que con la muerte temporal no termina nada, sino que, por el contrario, comienza todo, si podemos decir así, porque en el mismo instante en el que alma se desprende del cuerpo –y el cuerpo comienza su proceso de descomposición orgánica-, el alma ingresa en la eternidad y la conciencia adquiere pleno conocimiento de las realidades de la vida eterna, comprendida la Dios Uno y Trino. Al ingresar en la eternidad, el alma es conducida ante la Presencia de Dios Trino, para recibir lo que el Catecismo llama “Juicio particular”, un juicio en el que el alma puede ver, a la luz de Dios y con total perfección y detalle, todas sus obras, las buenas y las malas, y el destino eterno –cielo o infierno- que con dichas obras, realizadas libremente, se mereció.
         La imposición de cenizas nos recuerda, por lo tanto, las verdades de fe acerca del más allá, los denominados “novísimos”: muerte, juicio, purgatorio, cielo o infierno, y nos lo recuerda para que, por la penitencia, el arrepentimiento del corazón por los pecados cometidos y la realización de obras de misericordia, evitemos el infierno y ganemos el cielo, saliendo victoriosos, por la Sangre de Cristo, de nuestro Juicio particular. Es por esto que el Miércoles de cenizas no pretende sólo recordarnos que “somos polvo y en polvo nos convertiremos” -verdad que, por otra parte, nos ayuda a vivir más despreocupados acerca de los cuidados excesivos dados al cuerpo, que finalmente se convertirá en polvo-, sino que, además de esto, nos recuerda que nuestra alma será juzgada al fin de sus días de vida en la tierra, para recibir el destino final que se mereció libremente por sus obras, el cielo o el infierno; por lo tanto, debemos prepararnos, desde ahora, para ganar el cielo.
         El cristiano no pone sus esperanzas en esta vida terrena -que se termina, tarde o temprano, con la muerte-, sino en Jesucristo crucificado, muerto y resucitado, porque Jesús, con su cruz, nos ha abierto las puertas del cielo, nos ha convertido en hijos de Dios y nos ha dado como herencia el Reino de los cielos. Conquistar este Reino, con la gracia, la oración, la penitencia y la misericordia, es el objetivo del cristiano, que ha sido liberado de la esclavitud del pecado por la Sangre del Cordero de Dios (derramada en la cruz y vertida, misteriosa y sobrenaturalmente, cada vez, en la Santa Misa, por la liturgia eucarística).

         Además de lo que hemos considerado, existe otro significado del Miércoles de cenizas -con el cual inicia el tiempo litúrgico de la Cuaresma- y es la participación, también misteriosa y sobrenatural, de la Iglesia a la Pasión de Cristo: la imposición de cenizas no es un mero ritual recordatorio, sino un gesto litúrgico por el cual la Iglesia toda, como Cuerpo Místico, comienza a participar de la Pasión de su Cabeza, Cristo, Pasión por la cual la Iglesia, al tiempo que triunfa “sobre las puertas del Infierno” (cfr. Mt 16, 18), conduce a sus hijos al Reino de los cielos. No hay mejor manera de vivir el Miércoles de cenizas y la Cuaresma, que meditando la Pasión de Cristo, buscando de imitar las virtudes del Corazón de Jesús, "manso y humilde" (Mt 11, 9).

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