(Ciclo C - TC - 2016)
El ritual de la imposición de cenizas tiene como objetivo el
hacernos recordar, a los cristianos, que esta vida terrena, que se desarrolla
en el transcurso del tiempo, tiene un fin: “Recuerda que eres polvo, y en polvo
te convertirás”. Las cenizas nos recuerdan que nuestro cuerpo, el cuerpo al que
tanto cuidamos y alimentamos, está destinado a convertirse, por la muerte, en
cenizas, en polvo, puesto que nada de él quedará luego de que el alma, que es
el principio vital que le da vida, se separe en el momento de la muerte.
Ahora bien, como cristianos, sabemos, porque nos lo ha
revelado Jesucristo, que con la muerte temporal no termina nada, sino que, por
el contrario, comienza todo, si podemos decir así, porque en el mismo instante
en el que alma se desprende del cuerpo –y el cuerpo comienza su proceso de
descomposición orgánica-, el alma ingresa en la eternidad y la conciencia
adquiere pleno conocimiento de las realidades de la vida eterna, comprendida la
Dios Uno y Trino. Al ingresar en la eternidad, el alma es conducida ante la
Presencia de Dios Trino, para recibir lo que el Catecismo llama “Juicio
particular”, un juicio en el que el alma puede ver, a la luz de Dios y con
total perfección y detalle, todas sus obras, las buenas y las malas, y el
destino eterno –cielo o infierno- que con dichas obras, realizadas libremente,
se mereció.
La imposición de cenizas nos recuerda, por lo tanto, las
verdades de fe acerca del más allá, los denominados “novísimos”: muerte,
juicio, purgatorio, cielo o infierno, y nos lo recuerda para que, por la
penitencia, el arrepentimiento del corazón por los pecados cometidos y la
realización de obras de misericordia, evitemos el infierno y ganemos el cielo,
saliendo victoriosos, por la Sangre de Cristo, de nuestro Juicio particular. Es
por esto que el Miércoles de cenizas no pretende sólo recordarnos que “somos
polvo y en polvo nos convertiremos” -verdad que, por otra parte, nos ayuda a vivir más
despreocupados acerca de los cuidados excesivos dados al cuerpo, que finalmente
se convertirá en polvo-, sino que, además de esto, nos recuerda que nuestra
alma será juzgada al fin de sus días de vida en la tierra, para recibir el
destino final que se mereció libremente por sus obras, el cielo o el infierno;
por lo tanto, debemos prepararnos, desde ahora, para ganar el cielo.
El cristiano no pone sus esperanzas en esta vida terrena -que se termina, tarde o temprano, con la muerte-, sino en Jesucristo crucificado, muerto y resucitado, porque Jesús, con su cruz, nos
ha abierto las puertas del cielo, nos ha convertido en hijos de Dios y nos ha
dado como herencia el Reino de los cielos. Conquistar este Reino, con la
gracia, la oración, la penitencia y la misericordia, es el objetivo del cristiano, que ha
sido liberado de la esclavitud del pecado por la Sangre del Cordero de Dios (derramada en la cruz y vertida, misteriosa y sobrenaturalmente, cada vez, en la
Santa Misa, por la liturgia eucarística).
Además de lo que hemos considerado, existe otro significado del Miércoles de cenizas -con el cual
inicia el tiempo litúrgico de la Cuaresma- y es la participación, también
misteriosa y sobrenatural, de la Iglesia a la Pasión de Cristo: la imposición
de cenizas no es un mero ritual recordatorio, sino un gesto litúrgico por el
cual la Iglesia toda, como Cuerpo Místico, comienza a participar de la Pasión de su Cabeza, Cristo, Pasión por
la cual la Iglesia, al tiempo que triunfa “sobre las puertas del Infierno” (cfr.
Mt 16, 18), conduce a sus hijos al
Reino de los cielos. No hay mejor manera de vivir el Miércoles de cenizas y la Cuaresma, que meditando la Pasión de Cristo, buscando de imitar las virtudes del Corazón de Jesús, "manso y humilde" (Mt 11, 9).
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