(Domingo I – TA – Ciclo
C – 2012)
"Oren incesantemente, así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre" (Lc 21, 25-28. 34-36). Si bien Jesús da el consejo de "orar incesantemente" para "comparecer seguros ante el Hijo del hombre", en el contexto de las profecías acerca de su Segunda Venida, el consejo de la "oración incesante" es válido también para la época de Adviento, tiempo litúrgico de espera “Al que viene”,
Cristo Jesús, y ante el cual también hemos de comparecer, cuando se nos manifieste como un Niño recién nacido.
El consejo de la oración es válido para Adviento puesto que este es un tiempo ante todo de purificación del corazón, purificación absolutamente necesaria para poder
recibir dignamente al Dios de inmensa majestad y bondad que es Dios Hijo
encarnado, que viene a nosotros como Niño, pero sin dejar de ser Dios.
Debido a que es del corazón del hombre de donde “salen toda
clase de cosas malas” (cfr. Mc 7,
14-23), la espera y recepción de un Dios de majestad infinita y de Amor eterno,
no puede llevarse a cabo sino es en un lugar digno de Él, y es a esto a lo que
conduce el Adviento. La penitencia, el sacrificio, la misericordia, propias del
Adviento, tienden a convertir el corazón humano en un lugar digno y propicio
para el nacimiento del Hijo de Dios que se verificará, en el misterio de la
liturgia, en Navidad.
No es por casualidad que la Santa Madre Iglesia pide, en Adviento,
la oración: si la oración es comunicación y diálogo amoroso con Dios que viene
como Niño, diálogo del cual el hombre recibe de
Dios todo lo que le falta y necesita, es decir, amor, luz, paz, alegría,
felicidad, serenidad, pureza, santidad, bondad, cuanta más oración haga el
hombre, tanto más recibirá de Dios lo que sólo Dios le puede dar. Lo inverso
también es cierto: si Dios Niño es Amor infinito, Luz eterna, Alegría sin fin,
Santidad y Bondad inagotables, cuanto más el hombre se separe de Dios, tanto
más se sumergirá en la ausencia de amor, en la frialdad del corazón que llega
al odio; tanto más el hombre vivirá en la oscuridad del error y en las
tinieblas del pecado; cuanto menos oración haga, tanto más se internará en la
tristeza y en la depresión que sobrevienen cuando no se encuentra sentido a la
vida. Entonces, cuando la Iglesia pide oración en Adviento, no es para imponer
un deber obligatorio que haga la vida de sus hijos más pesada, aburrida, dura y
difícil: la Iglesia pide oración en Adviento para que sus hijos se colmen de la
abundancia infinita de toda clase de bienes que hay en Dios, como modo de
preparar el corazón a la Llegada de Dios Hijo en Navidad.
De esto se sigue que, quien desprecia la invitación de la
Iglesia, y en vez de oración prefiere disiparse en la multiplicidad de eventos
distractivos que ofrece el mundo de hoy, llenará su corazón de ruidos, imágenes
y palabras mundanas, y así no podrá recibir al Niño Dios.
En
Adviento, la Santa Madre Iglesia pide obrar la misericordia, practicando al
menos alguna de las catorce obras de misericordia, corporales y espirituales, y
esto no como modo de estimular el altruismo y la generosidad, que por más que
sean cosas buenas, tomadas en sí mismas sin referencia a Cristo, sólo provocan
daño al alma: las obras de misericordia tienen el sentido de imitar a Cristo,
Dios Hijo en Persona, encarnado en el seno de la Virgen María, que por pura
gracia y misericordia, asume una naturaleza humana, se manifiesta a los hombres
como un Niño, y en la edad adulta se ofrenda como Víctima santa y pura en la
Cruz, para la salvación de los hombres.
Obrar
la misericordia, entonces, no sólo ayuda a combatir el propio egoísmo, sino que,
ante todo –y este es el fin principal por el que las pide la Iglesia-,
configura el alma a Cristo, Misericordia Divina encarnada, materializada, hecha
visible, audible, palpable, en Jesús de Nazareth, y hecho alimento de
eternidad, Pan de ángeles, en el santo sacramento del altar, la Eucaristía. Quien
obra la misericordia, se configura a Cristo, y puede recibir al Dios de
Misericordia infinita que viene a nosotros como Niño.
En
Adviento, la Santa Madre Iglesia pide penitencia y sacrificios, pero no como
mero medio de combatir la pereza, tanto corporal como espiritual, lo cual sí se
debe hacer, sino ante todo como forma de imitar a Cristo, que en su
Encarnación, Nacimiento, Vida oculta y pública, Pasión, Muerte y Resurrección, llevó
a cabo la máxima penitencia y realizó el más grande sacrificio que jamás nadie
pueda hacer, la obra de la Redención de la humanidad por el sacrificio de la
Cruz.
El
mundo de hoy aborrece el sacrificio y enaltece el egoísmo, la pereza, la
indolencia por el destino del otro, el individualismo, la acumulación de
bienes, el disfrute de los sentidos, y por eso el llamado de la Iglesia a la
penitencia resulta chocante y fastidioso, y es abandonado antes de ser
escuchado, por una inmensa multitud de bautizados.
Pero
si la Iglesia pide penitencia y sacrificio, es para que cada cristiano,
libremente, imite a Cristo, que por su sacrificio y muerte en Cruz no sólo
libra a los hombres de sus mortales enemigos, el demonio, el mundo y la carne,
sino que les concede el don del Espíritu Santo, que los convierte en hijos
adoptivos de Dios y herederos del cielo. No en vano la Virgen María pide, en
las apariciones como las de Fátima, La Salette, Lourdes, con insistencia,
penitencia, oración y sacrificio, y no en vano la misma Virgen María les
muestra a los pastorcitos de Fátima el infierno, adonde “caen las almas de los
pobres pecadores, porque no hay nadie que rece y haga sacrificios por ellos”.
Adviento,
entonces, es tiempo para obrar la misericordia, para hacer oración y para hacer
penitencias y sacrificios, única forma de preparar al corazón como digno lugar
para el Nacimiento del Niño Dios.
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