viernes, 30 de noviembre de 2012

"Oren incesantemente, así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre"



(Domingo I – TA – Ciclo C – 2012)
         "Oren incesantemente, así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre" (Lc 21, 25-28. 34-36). Si bien Jesús da el consejo de "orar incesantemente" para "comparecer seguros ante el Hijo del hombre", en el contexto de las profecías acerca de su Segunda Venida, el consejo de la "oración incesante" es válido también para la época de Adviento, tiempo litúrgico de espera “Al que viene”, Cristo Jesús, y ante el cual también hemos de comparecer, cuando se nos manifieste como un Niño recién nacido.
        El consejo de la oración es válido para Adviento puesto que este es un tiempo ante todo de purificación del corazón, purificación absolutamente necesaria para poder recibir dignamente al Dios de inmensa majestad y bondad que es Dios Hijo encarnado, que viene a nosotros como Niño, pero sin dejar de ser Dios.
         Debido a que es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas” (cfr. Mc 7, 14-23), la espera y recepción de un Dios de majestad infinita y de Amor eterno, no puede llevarse a cabo sino es en un lugar digno de Él, y es a esto a lo que conduce el Adviento. La penitencia, el sacrificio, la misericordia, propias del Adviento, tienden a convertir el corazón humano en un lugar digno y propicio para el nacimiento del Hijo de Dios que se verificará, en el misterio de la liturgia, en Navidad.
         No es por casualidad que la Santa Madre Iglesia pide, en Adviento, la oración: si la oración es comunicación y diálogo amoroso con Dios que viene como Niño, diálogo del cual el hombre recibe de  Dios todo lo que le falta y necesita, es decir, amor, luz, paz, alegría, felicidad, serenidad, pureza, santidad, bondad, cuanta más oración haga el hombre, tanto más recibirá de Dios lo que sólo Dios le puede dar. Lo inverso también es cierto: si Dios Niño es Amor infinito, Luz eterna, Alegría sin fin, Santidad y Bondad inagotables, cuanto más el hombre se separe de Dios, tanto más se sumergirá en la ausencia de amor, en la frialdad del corazón que llega al odio; tanto más el hombre vivirá en la oscuridad del error y en las tinieblas del pecado; cuanto menos oración haga, tanto más se internará en la tristeza y en la depresión que sobrevienen cuando no se encuentra sentido a la vida. Entonces, cuando la Iglesia pide oración en Adviento, no es para imponer un deber obligatorio que haga la vida de sus hijos más pesada, aburrida, dura y difícil: la Iglesia pide oración en Adviento para que sus hijos se colmen de la abundancia infinita de toda clase de bienes que hay en Dios, como modo de preparar el corazón a la Llegada de Dios Hijo en Navidad.
         De esto se sigue que, quien desprecia la invitación de la Iglesia, y en vez de oración prefiere disiparse en la multiplicidad de eventos distractivos que ofrece el mundo de hoy, llenará su corazón de ruidos, imágenes y palabras mundanas, y así no podrá recibir al Niño Dios.
En Adviento, la Santa Madre Iglesia pide obrar la misericordia, practicando al menos alguna de las catorce obras de misericordia, corporales y espirituales, y esto no como modo de estimular el altruismo y la generosidad, que por más que sean cosas buenas, tomadas en sí mismas sin referencia a Cristo, sólo provocan daño al alma: las obras de misericordia tienen el sentido de imitar a Cristo, Dios Hijo en Persona, encarnado en el seno de la Virgen María, que por pura gracia y misericordia, asume una naturaleza humana, se manifiesta a los hombres como un Niño, y en la edad adulta se ofrenda como Víctima santa y pura en la Cruz, para la salvación de los hombres.
Obrar la misericordia, entonces, no sólo ayuda a combatir el propio egoísmo, sino que, ante todo –y este es el fin principal por el que las pide la Iglesia-, configura el alma a Cristo, Misericordia Divina encarnada, materializada, hecha visible, audible, palpable, en Jesús de Nazareth, y hecho alimento de eternidad, Pan de ángeles, en el santo sacramento del altar, la Eucaristía. Quien obra la misericordia, se configura a Cristo, y puede recibir al Dios de Misericordia infinita que viene a nosotros como Niño.
En Adviento, la Santa Madre Iglesia pide penitencia y sacrificios, pero no como mero medio de combatir la pereza, tanto corporal como espiritual, lo cual sí se debe hacer, sino ante todo como forma de imitar a Cristo, que en su Encarnación, Nacimiento, Vida oculta y pública, Pasión, Muerte y Resurrección, llevó a cabo la máxima penitencia y realizó el más grande sacrificio que jamás nadie pueda hacer, la obra de la Redención de la humanidad por el sacrificio de la Cruz.
El mundo de hoy aborrece el sacrificio y enaltece el egoísmo, la pereza, la indolencia por el destino del otro, el individualismo, la acumulación de bienes, el disfrute de los sentidos, y por eso el llamado de la Iglesia a la penitencia resulta chocante y fastidioso, y es abandonado antes de ser escuchado, por una inmensa multitud de bautizados.
Pero si la Iglesia pide penitencia y sacrificio, es para que cada cristiano, libremente, imite a Cristo, que por su sacrificio y muerte en Cruz no sólo libra a los hombres de sus mortales enemigos, el demonio, el mundo y la carne, sino que les concede el don del Espíritu Santo, que los convierte en hijos adoptivos de Dios y herederos del cielo. No en vano la Virgen María pide, en las apariciones como las de Fátima, La Salette, Lourdes, con insistencia, penitencia, oración y sacrificio, y no en vano la misma Virgen María les muestra a los pastorcitos de Fátima el infierno, adonde “caen las almas de los pobres pecadores, porque no hay nadie que rece y haga sacrificios por ellos”.
Adviento, entonces, es tiempo para obrar la misericordia, para hacer oración y para hacer penitencias y sacrificios, única forma de preparar al corazón como digno lugar para el Nacimiento del Niño Dios.

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