(Ciclo
A – 2017)
Como todos los años, la Iglesia inicia, en el Miércoles de
Cenizas, un nuevo itinerario cuaresmal, que habrá de desembocar en la Pascua
del Señor, previo paso por la Pasión. Para poder aprovechar espiritualmente
este nuevo ciclo litúrgico, debemos profundizar en su significado espiritual. ¿De
qué se trata la Cuaresma, que inicia con el Miércoles de Cenizas? ¿Es un
recordatorio piadoso de un aspecto de la vida de Jesús? ¿Se trata simplemente
de traer a la memoria, de un modo ritual y litúrgico, un hecho de la vida de
Jesús? ¿Cuál es el fin de la Cuaresma, que inicia en el Miércoles de Cenizas?
Ante todo, hay que decir que no es un mero recuerdo de la
memoria, ni tampoco una ceremonia piadosa que evoca un hecho de la vida de
Jesús, y la participación del católico no se reduce a participar a la ceremonia
de imposición de Cenizas, ni tampoco a abstenerse de carne los días viernes. La
Cuaresma es algo infinitamente más profundo que todo esto: en Cuaresma la
Iglesia Militante –los bautizados en la Iglesia Católica que vivimos en este
mundo- participa del ayuno, la oración y la penitencia de Nuestro Señor
Jesucristo realizados en el desierto. Es decir, la Iglesia, a XXI siglos de
distancia, y por un prodigio del Espíritu Santo, se hace partícipe del ingreso
de Nuestro Señor en el desierto, quien así inicia los cuarenta días de oración,
ayuno y penitencia. Así como la Cabeza, Cristo, ingresa en el desierto, así su
Cuerpo Místico, la Iglesia, lo acompaña místicamente, pero si bien la Cabeza
que es Cristo no debe expiar por ningún pecado, sí lo deben hacer los miembros
de su Cuerpo, que somos pecadores.
¿Por
qué elige Jesús el desierto para ir a orar? Porque el desierto tiene muchos
significados desde el punto de vista espiritual: físicamente, es lugar de
peregrinación hacia la Tierra Prometida, la Jerusalén terrena, en el Antiguo
Testamento y, por lo tanto, la vida y la historia humana, que simbólicamente están
representadas en el desierto, es también un peregrinar del cristiano hacia la
Tierra Prometida, la Jerusalén celestial; es lugar de soledad para el alma, lo
cual facilita el encuentro con Dios; es lugar de desolación, por cuanto no
existe nada que pueda atraer sensiblemente al alma –por el contrario, en el
desierto, el calor extremo del día y el frío glacial de la noche, lo hacen
prácticamente inhabitable-, lo cual ayuda a la penitencia y a la mortificación
de las concupiscencias, del cuerpo –sensualidad- y el espíritu –la soberbia-;
también el desierto es símbolo del corazón humano luego del pecado original: de
Jardín que era, quedó convertido en un desierto de arena, en donde arden las
pasiones –el calor del día- y en donde falta el amor de Dios –la caridad-; por
último, es el lugar del encuentro, no solo con Dios, sino con el Demonio, pues
así como Jesús fue tentado en el desierto, así también el alma es atacada por
el Tentador, cuando intenta emprender el camino de la conversión hacia su Dios.
El
desierto, al igual que las cenizas que se imponen el día Miércoles, en el que
inicia la Cuaresma, son ambos símbolos de penitencia, pero como hemos dicho, la
Cabeza, Cristo, no tiene necesidad de penitencia y si la hace, es de forma
vicaria por los hombres pecadores. Quienes sí tenemos necesidad de penitencia –además
de ayuno y oración- somos los hombres, que somos pecadores, que nos sentimos
atraídos por la concupiscencia de la carne y del espíritu, como consecuencias
del pecado original y fácilmente podemos caer ante las seducciones del Tentador.
La penitencia, simbolizada en las cenizas y en el ingreso de Jesús al desierto,
es del todo necesaria para nosotros, si es que queremos morir al hombre viejo,
para nacer al hombre nuevo. Ahora bien, para que la penitencia adquiera todo su
valor salvífico y redentor, debe ser unida a la Pasión de Nuestro Señor
Jesucristo; de otro modo, realizada por sí mismo y alejada de Nuestro Señor,
sólo demuestra la existencia de un espíritu estoico, sí, pero rebelde y
orgulloso, y de nada le vale su esfuerzo. La penitencia sólo tiene valor cuando
se la une al sacrificio redentor de Cristo en la cruz y es por esto que los
cristianos, místicamente, con las cenizas impuestas en la frente al inicio de
la Cuaresma, nos internamos con Jesús en el desierto, y huimos del mundo y sus
falsos atractivos para así, en la oración, el ayuno y la penitencia, encontrar
a Dios en ese “desierto nevado” (cfr. Liturgia
de las Horas) que es nuestro corazón pecador. Nuestro corazón, arrasado por
el pecado, es árido porque le falta la frescura del Divino Amor y arde en las
pasiones, porque no tiene la gracia santificante que le permite dominarlas y
subordinarlas a la razón, para así encaminarnos a la santidad.
Y
al igual que Jesús, que al final de la estadía de cuarenta días en el desierto,
experimentó la tentación por parte del Tentador, el Ángel caído, también nosotros,
hombres pecadores, viadores, experimentamos la tentación en el desierto de la
vida, en el camino que conduce a la Jerusalén celestial. Pero Jesús, que no
cayó en pecado porque era imposible que lo hiciera, ya que era Dios Hijo en
Persona, nos dejó ejemplo de cómo resistir y vencer a la tentación, ante todo,
con la Palabra de Dios, con la oración, con el ayuno y la penitencia. Es por
eso que el cristiano no puede excusarse ante la tentación porque, por fuerte
que sea, no es más fuerte que la gracia que nos comunica Jesús, por lo que si
caemos en la tentación, no es por falta de asistencia divina, sino porque así
lo decidimos nosotros, rechazando el auxilio de la gracia. Jesús, que es la
santidad divina en sí misma, porque es la Segunda Persona de la Trinidad, se
interna en el desierto, al inicio de la Cuaresma, para orar y ayunar y hacer
penitencia por nosotros. Nosotros, como Iglesia, por medio de la imposición de las
Cenizas, recordamos que “somos polvo y al polvo hemos de volver”, es decir,
recordamos que en el momento de la muerte este cuerpo iniciará su proceso
natural de descomposición, que lo reducirá a cenizas, mientras que nuestra alma
será llevada ante la Presencia de Dios Trino para recibir el Juicio Particular
y es para estar preparados para ese momento, que participamos de los cuarenta
días de Jesús en el desierto, haciendo penitencia con el cuerpo, dominando las
pasiones con la ayuda de la gracia y buscando la conversión del alma por medio de las prácticas
cuaresmales. Es esto lo que la Iglesia quiere de nosotros en la Cuaresma: que despeguemos el corazón del mundo y sus vanas atracciones, que con la gracia desterremos el pecado, así como se arranca de un jardín una planta venenosa, y que movidos también por la gracia, dirijamos nuestras corazones hacia Jesús, Sol de justicia, Presente en la Eucaristía, y es en esto en lo que consiste la Conversión Eucarística, objetivo de la penitencia cuaresmal. De esta manera, el Miércoles de Cenizas y la Cuaresma que se inicia no es tiempo de pesar y tristeza, sino que es un tiempo de gran regocijo
espiritual, porque es un signo de que la caducidad de este mundo ha sido
vencida por Jesús en la Cruz y que Jesús nos ha dado una vida nueva, la vida de la gracia, con lo cual damos testimonio, como Iglesia, de la vida
futura que nos espera en el Reino de los cielos, vida de feliz bienaventuranza,
obtenida para nosotros por el sacrificio del Cordero en el Calvario.
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