“El que es de la tierra pertenece a la tierra (…) el que
es enviado de Dios habla palabras de Dios” (Jn 3, 31-36). Juan el Bautista diferencia
dos tipos de seres humanos: el hombre terrenal, carnal, incapaz de percibir las
cosas del cielo y de la vida eterna y el hombre “enviado por Dios”, que está en
el mundo pero no es del mundo, que vive con su vida humana pero sobre todo con
la Vida eterna que le comunica el Hijo de Dios por medio de la gracia transmitida
por los sacramentos.
De acuerdo a esto, debemos preguntarnos qué clase de
hombres somos, si somos seres terrenales y carnales o seres humanos que, por un
llamado de Dios, estamos destinados al Cielo.
Los cristianos, que por el Bautismo hemos sido
convertidos en templos del Espíritu Santo, que por la Comunión nos alimentamos
con un alimento celestial, el Cuerpo y la Sangre del Cordero, que por la
Confirmación hemos recibido el Amor Santísimo del Padre y del Hijo, el Espíritu
Santo, vivimos en la tierra, pero ya no pertenecemos a la tierra, porque
nuestro destino eterno es el Reino de los cielos. En otras palabras, los cristianos,
al menos en teoría, ya no somos o no deberíamos ser hombres terrenales,
carnales, que hablan cosas de la tierra o que se preocupan exclusivamente por
las cosas de la tierra, olvidando el Reino de los cielos y la Vida eterna, la
misma Vida eterna que recibimos en germen en cada Eucaristía. Si el cristiano
se vuelve un hombre terreno y carnal, dejándose atraer por las atracciones del
mundo, dejándose llevar por sus pasiones sin control, entonces está traicionando
su destino de eternidad, está olvidándose que ya no pertenece a este mundo,
sino que está llamado a ser ciudadano celestial de la Ciudad Santa, la Jerusalén
del cielo. No se trata de ir por la vida dando sermones, porque no está ahí el
testimonio cristiano, sino en las obras, porque son las obras las que
demuestran que la fe está viva. Son nuestras obras de misericordia -paciencia,
caridad, humildad, fortaleza, etc.-, las que demostrarán a los hombres terrenos
que hay otra vida, la Vida eterna en el Reino de Dios, al cual todos estamos
llamados. Esforcémonos entonces por vivir como hombres enviados por Dios, como
hijos adoptivos de Dios, como hijos de la luz y luchemos para no ser hombres
terrenales y carnales, destinados a ser estrellas fugaces que luego se pierden
en la oscuridad del Abismo para siempre.
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