“Dios es el Dios de los
vivientes y no de los muertos” (Mc
12, 18-27). Con esta frase, Jesús termina por afirmar la verdad de la
resurrección de los cuerpos, verdad negada por la incredulidad de la secta de
los saduceos.
Esta incredulidad, lejos de
atenuarse con el paso de los siglos, ha ido en aumento creciente, hasta hacerse
prácticamente universal, aún en la misma Iglesia Católica, llamada a proclamar
en el mundo la alegre noticia de la resurrección de los muertos, obtenida como
don para la humanidad por la muerte de Jesús en la Cruz.
La gran mayoría de los
cristianos católicos repiten el error de los saduceos, puesto que día a día
desmienten, con los hechos y en la práctica, lo que alguna vez aprendieron y
debían testimoniar: la resurrección y la vida eterna.
Los cristianos de hoy en
día, en su gran mayoría, viven como paganos, sin pensar en la muerte, sin
pensar en la resurrección; muchísimos cristianos no toman conciencia de que
cada día que pasa es un día menos para su propia muerte, y mucho menos piensan
que luego de la muerte viene la resurrección del cuerpo, y que esta puede ser
para la salvación eterna en el cielo o para la condenación eterna en el
infierno.
El cristiano está llamado a
“vivir en el mundo sin ser del mundo” (cfr. Jn
17, 14-16), sin dejarse contaminar por el materialismo, el hedonismo, el
individualismo, y está llamado a dar testimonio no solo de que Cristo ha
resucitado, levantándose de la piedra del sepulcro, sin que está vivo,
glorioso, con su Cuerpo resucitado, en el altar, en el sagrario, en la
Eucaristía.
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