“Es angosta la puerta y
estrecho el camino que lleva a la
Vida” (Mt 7, 6. 12-14).
Para quien quiera salvarse, para quien quiera llegar a la Vida eterna, hay una sola
puerta que atravesar y un solo camino, angosto, que recorrer: la Cruz de Cristo. No hay otro
modo de llegar al cielo que no sea la
Cruz de Jesús, por medio de la cual se crucifica y se da
muerte al propio yo, que es egoísta, orgulloso, vanidoso, irascible, carnal,
soberbio, auto-suficiente, mundano, avaro, y lleno de sí mismo.
Sólo la Cruz de Cristo es capaz de
destruir, con la fuerza del Amor divino, al hombre viejo, para dar lugar al
hombre nuevo; sólo cuando se crucifica al hombre carnal y egoísta, por medio de
la mortificación de los sentidos, la penitencia, el ayuno, la oración fervorosa
y continua, y el don de sí mismo para la salvación del prójimo, sólo entonces,
muere el hombre viejo, para dar nacimiento al hombre nuevo, al hombre que vive
la vida de la gracia, la vida misma de Dios Uno y Trino.
Quien no quiera ingresar al
cielo por la puerta estrecha y angosta de la Cruz de Jesús, será dejado en libertad por Dios
para hacer su propia voluntad, y así comenzará a recorrer los anchos y
espaciosos caminos que llevan a la perdición eterna del alma, dando rienda
suelta a las pasiones más bajas: glotonería, embriaguez, lascivia, codicia,
ira, pereza, las cuales son como lamentos anticipados del infierno que el
condenado escuchará por la eternidad.
“Es angosta la puerta y
estrecho el camino que lleva a la
Vida”. Sólo la
Cruz de Jesús conduce a la eterna felicidad; todas las seducciones
que presenta el mundo, con los cuales atrae al hombre de hoy, aún desde la
niñez, son anchos y espaciosos caminos al infierno.
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