(Domingo VI - TP - Ciclo
C - 2013)
“La paz les dejo, mi paz les doy” (Jn 14, 23-29). Jesús da a los discípulos la paz, su paz: “La paz os dejo, mi paz os doy”. La paz que da Cristo no
es la paz del mundo: esta se obtiene sobre la base de la violencia, y un
ejemplo de esto, es la “pax romana”, la paz que imponían por la fuerza de las
armas las legiones romanas en los territorios conquistados a sangre y fuego. Es
una paz que más que paz es ausencia de guerra y no verdadera paz; es una paz en
donde hay exteriormente una calma aparente y superficial, pero en el fondo
subsisten las causas profundas que llevaron a la pérdida de la paz. Esta es una
paz artificial, extrínseca, lograda por medios humanos, y es frágil, porque
basta con que desaparezca el factor que la impuso por la fuerza, para que la
paz desaparezca y se inicie nuevamente la guerra.
“La paz les dejo, mi paz les doy”. La paz de Cristo no es la
del mundo porque no es mera ausencia de conflictos; es la paz profunda e
interior, porque es la paz de Dios, es la paz de la Cruz, es la paz de un Dios
que nos perdona a pesar de quitarle nosotros la vida al crucificarlo con
nuestros pecados. Es la paz del espíritu, recibida en el espíritu, que le ha
costado el precio de su Sangre y de su Vida. Es la paz que establece el
armisticio definitivo en la guerra entablada por el hombre contra Dios, en
donde Él se declara vencido en la Cruz, para triunfar en la Resurrección. No se
deriva de situaciones externas, ni de seguridades mundanas, que hoy están y
mañana no –tener casa, trabajo, salud, dinero-; es la paz que brota del Ser
trinitario como de su fuente inagotable, una paz cuyo fundamento es el Amor
divino y por ese motivo nada ni nadie puede alterarla.
Es la paz de Dios, no la paz del mundo; es la paz que viene
luego del triunfo divino, luego del estrépito causado por la rebelión del ángel
caído en el cielo y la rebelión del hombre en el Paraíso; es la paz sellada con
la Sangre de Cristo derramada en la Cruz.
Es la paz que se renueva cada vez en la Santa Misa, porque
en la Misa se renueva de modo sacramental e incruento el sacrificio que nos
consiguió la paz de Dios, el sacrificio de la Cruz. Es la paz que Cristo nos da
desde el altar cada vez en la Santa Misa, y por eso el cristiano debe vivir en
paz, aún en medio de las tribulaciones, porque es la paz de Cristo y no la suya
propia la que recibe. Por este motivo,
el cristiano no solo debe vivir sereno en medio de las tribulaciones y
persecuciones del mundo, sino que él debe ser fuente de paz para su prójimo. El
cristiano que recibe la paz de Cristo, en la Cruz y en la Santa Misa, tiene el
deber de transmitir, de comunicar, de hacer partícipe al otro de la paz
recibida de Jesús. Ahora bien, en el saludo de la paz, el sentido último de
este gesto es justamente el dar al prójimo la paz que cada uno ha recibido
desde la Cruz; no es el saludo fraterno que doy a un conocido, o un
desconocido; no es un saludo al estilo humano, como cuando alguien se encuentra
con un ser al que aprecia. Es algo totalmente distinto: es transmitir a mi
hermano en Cristo la paz de mi alma, que está en paz porque Cristo me perdonó
desde la Cruz, me lavó con su Sangre, me alimentó con su Cuerpo resucitado en
la Eucaristía, me perdonó mis pecados en la Confesión sacramental, y me dio su
Amor y su alegría de resucitado, como anticipo del Amor y de la alegría que
habré de vivir en la vida eterna, en el Reino de los cielos. Por este motivo,
en el saludo de la paz litúrgico, el que se realiza en la Santa Misa, no deben
existir las efusividades que se dan entre los hombres, como cuando hay un
acontecimiento importante, ni tampoco debe ser un saludo como cuando se
encuentran dos amigos, o vecinos, o conocidos. Se trata de un gesto litúrgico,
que expresa una realidad sobrenatural, la paz derivada del perdón de la Cruz, y
por eso debe ser medido y sobrio.
Otro aspecto que se
debe considerar en el gesto litúrgico de la paz, es que es del todo inadmisible
que un cristiano asista a Misa y viva sin paz y, mucho más inadmisible todavía,
es que habiendo recibido la paz de Cristo en la Cruz y en la Misa, viva él sin
paz y haga perder la paz a los que lo rodean. Un cristiano así es un
contrasentido, una contradicción en los términos, una negación viviente de
Cristo y su Evangelio, porque si recibió de Cristo crucificado el perdón, si
recibió el Cuerpo de Cristo resucitado en la Eucaristía, y con él recibió su
Amor, su alegría y su paz, no tiene excusas para no dar la paz a los demás,
para no ser constructor de paz para quienes lo rodean, para no difundir y comunicar
la paz y la alegría de Cristo a todos aquellos con los que se encuentre.
“La paz les dejo, mi paz les doy, no como la da el mundo”.
Es esta misma paz, la paz recibida al precio de la Sangre de Cristo, la paz
comunicada por el Sagrado Corazón cada vez en la Eucaristía, la que debe
transmitir el cristiano a quienes lo rodean. Si no lo hace, si no vive él en
paz y si no da paz y amor a los demás, ese cristiano está traicionando a Cristo
y a su Evangelio.
La señal por la cual
se reconoce que alguien tiene a Cristo en su corazón, es decir, que lo ama, es
la que nos dice Jesús: el que cumple los mandamientos, el primero de todos, el
amor a Dios y al prójimo como a sí mismo, porque el que cumple este mandamiento,
que es uno pero en el que está concentrada toda la ley, ése tal ama a Dios y
transmite a los demás el amor y la paz de Cristo Jesús.
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