“Me
voy y estarán tristes, pero volveré y se alegrarán” (Jn 16, 20-23). El anuncio, durante la Última Cena, de su Pasión y Muerte,
entristece a los discípulos de Jesús. Jesús se percata de la situación y por
eso los tranquiliza diciéndoles que esa tristeza que ahora sienten, se les
convertirá en gozo. A la inversa, mientras los discípulos se entristecerán y
llorarán por la muerte de Jesús, el mundo y su Príncipe, el rey de las
tinieblas, se alegrarán y gozarán, porque habrán logrado su máximo triunfo, dar
muerte al Hombre-Dios.
La
hora de la alegría del mundo es la “hora de las tinieblas” (cfr. Lc 22, 53), hora en la que los enemigos
de Dios y de los hombres pensarán haber triunfado para siempre. Pero este
triunfo de las tinieblas es sólo aparente, y no durará mucho tiempo: Jesús dice
que durará “un poco tiempo” y luego de pasado ese “poco de tiempo”, los
discípulos “lo verán” y “se alegrarán”. Ese “poco de tiempo” representa, para
el cristiano, esta vida terrena, porque en esta vida terrena –con raras
excepciones- no se ve a Jesús sensiblemente, con los ojos del cuerpo. Esta “ausencia
de visión” de Jesús provoca tristeza a los cristianos, a lo que se suma el
hecho de que, hasta el triunfo definitivo en el Último Día, el mundo vive en la
“hora de las tinieblas”, y por eso el cristiano, al igual que los discípulos en
la Última Cena, se entristece por la ausencia de Jesús.
Sin
embargo, el cristiano no vive en la tristeza ni está sometido al poder de las
tinieblas, aunque esta sea “su hora”. El cristiano “ve” a Jesús con los ojos de
la Fe en la Eucaristía, y esta visión de Cristo glorioso y resucitado ilumina
sus días y le concede alegría, una alegría que se origina en el Amor de Jesús, Amor
que es “más fuerte que la muerte” (Cant
8, 6) y que por ser más fuerte que la muerte, la ha destruido para siempre con la
Resurrección. De esta manera el cristiano, que ve por la Fe a Jesús resucitado
y glorioso en la Eucaristía, obtiene de la Eucaristía la fuente inagotable de
paz, amor y alegría, en medio de las tribulaciones y persecuciones del mundo,
paz, amor y alegría que “nadie podrá quitar”.
La
adoración eucarística y la comunión sacramental conceden al cristiano el Amor y
la alegría de Cristo Jesús, que le permite superar ampliamente las tristezas
que ocasionan las tinieblas del mundo presente, al tiempo que le anticipan la
felicidad que habrá de durar para siempre, por toda la eternidad, en el Reino
de los cielos.
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