“Yo
Soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo
el que vive y cree en Mí, no morirá jamás” (Jn
11, 17-27). En su diálogo con Marta, una de las hermanas de Lázaro, Jesús se
auto-revela como “la Resurrección y la Vida”, lo cual quiere decir que Él es
Dios en Persona, puesto que sólo Dios es la Vida Increada en sí mismo y sólo
Dios, en cuanto Vida Increada, tiene el poder de vencer a la muerte, que es en
lo que consiste la resurrección. En otras palabras, al revelarse como el Dios
que es la Vida en sí misma, se revela, al mismo tiempo, como el Dios que vence
a la muerte, dando la vida, es decir, como el Dios de la Resurrección: “Yo Soy
la Resurrección y la Vida”. Esta auto-revelación de Jesús como Dios de la Vida
y de la Resurrección se da en un contexto de muerte y de dolor: las garras de
la muerte, que dominan a la humanidad desde el pecado original de Adán y Eva
son tan fuertes, que hasta el mismo Hombre-Dios experimenta su dureza, pues acaba
de morir su amigo Lázaro, y Él mismo, el Hombre-Dios, se conmoverá frente a la
muerte de su amigo, frente al misterio de dolor que significa la muerte. Pero
esta revelación de Jesús como Dios de la Vida y de la Resurrección, no se da en
forma en casual en el contexto de la muerte de su amigo Lázaro: Jesús podría
haber evitado su muerte, porque cuando le avisan que Lázaro está enfermo, Jesús
no parte inmediatamente, sino que deja pasar el tiempo, y parte cuando Lázaro
ya ha muerto; de hecho, cuando Jesús “llega a Betania”, dice el Evangelio,
hacía ya “cuatro días que Lázaro estaba sepultado”, y cuando se acerca a la
tumba, sus hermanas le advierten a Jesús que el cuerpo “hiede”, es decir, que
está en pleno proceso de descomposición orgánica. Pero el mismo Jesús ya lo
había advertido al haber recibido la noticia de la grave enfermedad de Lázaro:
“Esta enfermedad servirá para la gloria de Dios”. Y efectivamente, así sucede: al
llegar Jesús a Betania, el poder de la muerte no puede ser más patente: Lázaro
ya no está más; su cuerpo hiede, su alma se ha desprendido del cuerpo –el
hombre es la unidad substancial del alma y del cuerpo, y la muerte consiste en
la separación de ambos principios, y esto es lo que ha sucedido en Lázaro-, y
todos los circunstantes, incluidas las hermanas, e incluso hasta Él mismo,
puesto que “se conmueve hasta las lágrimas” al ver la mortaja, según el
Evangelio, parecen abrumados por el peso del dolor que provoca la muerte. Sin
embargo, cuando la muerte parece haber triunfado incluso hasta por sobre el
mismo Hombre-Dios, es Él, Jesús, quien, confirmando con un milagro portentoso,
las palabras que acaba de decir a Marta –“Yo Soy la Resurrección y la Vida”-,
resucita a Lázaro, devolviéndolo a la vida, mediante una simple orden de su
voz: “Lázaro, levántate y anda”. Inmediatamente, obedeciendo a su Creador,
Redentor y Santificador, el alma de Lázaro se une a su cuerpo, el cual recupera
la lozanía, la frescura y el estado de salud que tenía antes de morir,
produciéndose el milagro ante la vista de todos. Con este grandioso milagro, la
resurrección de Lázaro, Jesús confirma, con los hechos, lo que había afirmado y
revelado minutos antes: que Él era Dios en Persona y que, en cuanto Dios, era,
en sí mismo, la Resurrección y la Vida: “Yo Soy la Resurrección y la Vida”. Así
se cumple lo que Jesús había dicho: que la enfermedad de Lázaro habría de
servir para “gloria de Dios”, y así sucede, efectivamente, porque todos
glorifican a Dios, con mayor alegría y asombro aún, al ver a Lázaro resucitado,
que lo que habrían hecho si Lázaro solo hubiera recibido una curación milagrosa
de su enfermedad.
Sin
embargo, por grandioso que pueda parecer este milagro de la resurrección de
Lázaro, es ínfimo, en comparación con la resurrección de los muertos que Él
realizará en el Día del Juicio Final, Día en el que, a una simple orden de su
Voz, todos los muertos, de todos los tiempos de la humanidad, desde Adán y Eva,
hasta el último hombre que haya muerto en el Último Día, resucitarán para ser
juzgados por Él, y Él, como Justo Juez, les dará el destino eterno, según sus
obras: o el cielo, o el infierno, de acuerdo a lo que enseña el Catecismo de la
Iglesia Católica.
“Yo
Soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo
el que vive y cree en Mí, no morirá jamás”, le dice Jesús a Marta, y luego
resucita a su hermano Lázaro, que estaba muerto. Pero Jesús no es un mero
espectador de la muerte del hombre: para redimir la naturaleza humana en el
cumplimiento de su misterio pascual salvífico, Jesús mismo experimentó la
muerte, siendo Él el Dios de la Vida y de la Resurrección, y la experimentó dos
veces: una primera vez, en la Agonía del Huerto, en Getsemaní, en donde sufrió
la muerte de todos y cada uno de los hombres: en el Huerto de Getsemaní, en las
tres horas durante las cuales duró su agonía, Jesús sufrió, una por una, las
muertes de todos los hombres, asumiéndolas, de modo individual, una por una, aunque
en el Huerto no murió, pero sufrió una agonía que fue como la misma muerte, y
fue lo que le hizo sudar Sangre; la segunda vez que sufrió la muerte, fue en la
cruz, y ahí sí murió realmente, y tanto en la agonía de muerte del Getsemaní,
como en la muerte de cruz del Calvario, Jesús probó el sabor de la muerte, para
derrotarla definitivamente, para erradicarla de la humanidad y para donarnos la
Vida eterna, la Vida misma de la Trinidad.
Al
sufrir la Agonía de muerte en el Huerto, y al sufrir la muerte real y verdadera
en la cruz, y al resucitar luego en el sepulcro, el Domingo de Resurrección, es
decir, al insuflarle la Vida divina a su Cuerpo muerto en el sepulcro el
Domingo de Resurrección, Jesús destruye a la muerte que dominaba a la
humanidad, desde el pecado original de Adán y Eva, y pone a disposición de todo
hombre y de todos los hombres, esta Vida nueva, insuflada a su Humanidad, pero
la condición es que, aquel que quiera recibir esta Vida Nueva, que es la vida
de la gracia, quiera recibirlo y quiera creer en Él: sólo así, creyendo en Él
–y creer en Él significa convertir el corazón para vivir la vida nueva de la
gracia, que excluye radicalmente el pecado-, el hombre tiene la Vida de Dios en
él; sólo así, convirtiendo su corazón, porque cree en Jesús en cuanto
Hombre-Dios y Redentor, Dueño de la Vida y Señor de la Resurrección, el hombre
puede acceder a la Vida eterna, y sólo así, creyendo en Jesús, que está vivo,
resucitado y glorioso en la Eucaristía, puede el hombre nuevo, vivificado por
la gracia, vivir con esta vida nueva, que es la Vida eterna, la Vida misma de
Dios Trinidad.
Esta
Vida nueva, la vida de la gracia, sembrada en germen en el corazón del
cristiano, es lo que le da la esperanza de una nueva vida, desconocida, más
allá de esta vida terrena, la vida en el Reino de Dios, y es por eso que el
cristiano, aun cuando muera, sabe que vivirá para siempre, en el Reino de los
cielos, y sabe que, aun cuando sus seres queridos hayan ya fallecido, por la
Misericordia Divina, espera reencontrarlos en la otra vida, porque ellos
también esperaron y creyeron en Cristo Jesús, el Dios de la Vida y de la
Resurrección.
“Yo
Soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo
el que vive y cree en Mí, no morirá jamás”. Porque Jesús es el Dios de la Vida
y de la Resurrección, nosotros los cristianos, aun cuando sabemos que hemos de
morir algún día, sabemos también, con certeza, que si vivimos y morimos en
gracia, por la Misericordia Divina, habremos de resucitar, en cuerpo y alma, para
vivir glorificados, contemplando al Dios de la Vida y de la Resurrección,
unidos a nuestros seres queridos, que fallecieron en la misma fe, en el Reino
de Dios, en donde la muerte ya no existe más, porque allí reina, para siempre,
Cristo Jesús, el Dios, de la Paz, de la Alegría, del Amor, de la Resurrección y
de la Vida, el mismo Dios que vive, triunfante y glorioso, resucitado, en la
Eucaristía.
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