(Domingo
VI - TP - Ciclo B – 2015)
“Éste es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros,
como Yo los he amado” (Jn 15, 9-17). Antes
de su Pascua, antes de su “paso” de este mundo al Padre, Jesús deja un
mandamiento verdaderamente nuevo por el cual los cristianos serán reconocidos
como seguidores suyos y es el mandamiento del amor: “Éste es mi mandamiento:
que se amen los unos a los otros, como Yo los he amado”. Se trata de un
mandamiento verdaderamente nuevo, porque si bien es verdad que los Mandamientos
de la Ley de Dios mandaban también amar, puesto que se concentraban en el
Primer Mandamiento: “Amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a
ti mismo”, sin embargo, ahora se trata de una novedad que no solo es absolutamente
radical, sino que es doblemente radical, porque Jesús manda a sus discípulos a
amarse mutuamente, sí, pero con un nuevo modo de amor –“como el Padre me amó”-,
como el Padre lo amó a Él, y con una nueva forma de amar –“como Yo los he
amado”-, es decir, como Él nos ha amado.
Para
entender en qué consiste la doble novedad en el mandamiento del amor que Jesús para
nosotros en cuanto discípulos, es necesario retrotraernos al inicio del pasaje
evangélico: “Como el Padre me amó, también Yo los he amado a ustedes (…)
Éste es mi mandamiento: que se amen unos a otros, como Yo os he amado”. El mandamiento
nuevo de Jesús consiste entonces en que sus discípulos han de amarse con el amor con el que Él los amó y el amor con el que Él los amó, es el
Amor con el que el Padre lo amó desde la eternidad, y ese Amor es el Espíritu
Santo. En otras palabras, los cristianos, los discípulos de Cristo de Cristo,
han de amarse no con un amor meramente humano, afectivo, sensiblero,
superficial, sentimental, limitado a los límites de la naturaleza humana, sino
con un Amor celestial, sobrenatural, divino, que se origina en el Padre y en el
Hijo, y ese Amor es la Persona del Amor, el Espíritu Santo, la Persona Tercera
de la Trinidad, que es espirada del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, que une
en la eternidad, en el Amor, a las Personas divinas del Padre y del Hijo: “como
el Padre me amó, también Yo los he amado a ustedes”. Los cristianos
deben amarse entre sí como el Padre ama al Hijo desde la
eternidad, con el Amor Divino, con la Persona Tercera de la Trinidad, el Fuego
del Divino Amor, el Espíritu Santo, el Amor celestial y divino de Dios, el Amor
Puro y Perfectísimo del Ser trinitario divino, el Espíritu Santo. No se trata entonces
de un amor sensiblero, sentimentalista, meramente humano, y mucho menos,
pasional, que se reduce a los estrechos límites de la naturaleza humana, porque
es el Amor con el que el Padre amó a Jesús desde la eternidad: “como el Padre
me amó”, y este Amor es el Espíritu Santo y puesto que el Espíritu Santo
procede del Padre y del Hijo, el Hijo nos ha amado con el Espíritu Santo,
entonces debemos amarnos con el Amor del Espíritu Santo, que es el mismo Amor
con el que nos ama Dios Padre. Es por esto que no tenemos excusas, los
cristianos, para no amarnos entre nosotros mismos, en cuanto cristianos, con el
Amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, que es un Amor Purísimo,
celestial, casto, sobrenatural. Es importante entender esto y tenerlo bien en
claro, para no reducir el cristianismo a una mera moral o a una simple
colección de frases sentimentales; el cristianismo, o más bien el catolicismo,
es la religión de los misterios del Hombre-Dios Jesucristo, la Segunda Persona
de la Trinidad, encarnada en una naturaleza humana, y el Amor con el que Jesús
nos ama, se deriva de esta Encarnación y de este misterio divino, es decir, se
deriva del Ser mismo trinitario, Puro, celestial y Perfecto, y no del corazón
humano, manchado por el pecado y por lo tanto, egoísta, dominado por
las pasiones y limitado por naturaleza.
“Éste
es mandamiento: que se amen los unos a los otros, como Yo los he amado”. La
otra vertiente de la doble novedad del mandamiento nuevo del amor de Cristo, es
que los cristianos no solo deben amarse como el Padre amó a Jesús, sino que deben
amarse “como el Hijo los amó”: “Ámense los unos a los otros como
Yo los he amado”, y Jesús nos ha amado hasta la muerte de cruz, lo cual
quiere decir que debemos amarnos los unos a los otros como Cristo nos ha amado
a cada uno de nosotros en particular y de modo personal, hasta la muerte de
cruz.
Es
decir, en el mandato de Jesús: “Ámense los unos a los otros como
Yo os he amado”, debemos considerar cómo nos ha amado Jesús, porque ese
es el amor con el que debemos amar a nuestro prójimo: Jesús nos ha amado hasta
la muerte de cruz, una muerte extremadamente dolorosa y humillante; una muerte que le ha
costado su vida, y no de un modo metafórico o simbólico, sino real; una muerte sobrevenida luego de tres horas de dolorosísima agonía; una muerte ofrecida para expiar
los pecados de la humanidad; una muerte ofrecida para satisfacer la Justicia Divina, irritada por
la malicia del hombre; una muerte injusta y cruel, sufrida por una Víctima Pura
y Santa, que se ofrecía a sí misma por la salvación de toda la humanidad. Si no
somos capaces de amar a nuestro prójimo “como Cristo nos ha amado” –es decir,
hasta la muerte de cruz- y si no incluimos, como “prójimo”, en primer lugar, a
nuestros enemigos, puesto que Cristo nos manda “amar al enemigo” –“amad a
vuestros enemigos” (Mt 5, 43-48)-, no
podemos llamarnos “cristianos” y mucho menos podemos cumplir el mandamiento nuevo de la caridad que nos distingue como cristianos.
“Como
el Padre me amó, también Yo los he amado a ustedes (…) Éste es mi
mandamiento: que se amen unos a otros, como Yo os he amado”. La doble novedad del mandamiento nuevo del Amor de Jesús es que debemos amarnos los unos a los otros con el Amor del Espíritu Santo, y hasta la muerte de cruz; si no sabemos amar
a nuestros hermanos como Jesús nos amó y si mucho menos podemos amarlos con el
Amor con el que Jesús nos amó, debemos acudir a Nuestra Madre del cielo, la
Virgen, que es la Madre del Amor Hermoso, y pedirle que sacie nuestros corazones
con el Pan Vivo bajado del cielo, que contiene en sí todo el Amor infinito y
eterno de su Hijo, el Sagrado Corazón de Jesús. Sólo así estaremos en grado de comenzar a cumplir, al menos mínimamente, el mandato de la caridad de Jesús.
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