martes, 5 de mayo de 2015

“Les doy mi paz, no como la da el mundo”


“Les doy mi paz, no como la da el mundo” (Jn 14, 27-31). Para saber cómo es la paz de Cristo, es necesario saber cómo es la paz del mundo, la paz que no es de Cristo. La paz del mundo es meramente extrínseca; es una mera ausencia de conflictos; es simplemente una paz superficial, mantenida por la violencia y por el uso de la fuerza; la paz del mundo no es una paz interior, que alcance a la esencia y a la raíz del ser del hombre, cuyo interior queda tan convulsionado y tan alejado de Dios como antes de ser establecida la paz mundana. Ejemplo de paz del mundo es la “pax romana”, y es la paz que establecen todos los totalitarismos y todas las ideologías –comunismo, liberalismo, principalmente-, y surge luego de la aniquilación literal de todo aquel que  no piense como ellos, o luego de encarcelar a los disidentes, a silenciarlos al costo que sea. Ésa no es la paz de Cristo: “Les doy mi paz, no como la da el mundo”.
La paz de Cristo, por el contrario, es ante todo interior, y radica en lo más profundo del ser del hombre, invadiendo todo su ser, todas sus potencias, toda su alma y hasta su cuerpo. La razón es que la paz de Cristo se deriva de la reconciliación del hombre con Dios, gracias al perdón divino obtenido por el sacrificio expiatorio y redentor de Jesucristo en la cruz. Por el sacrificio en cruz, Jesús lava los pecados del hombre, que eran la causa de la enemistad del hombre con Dios, desde la caída de Adán y Eva, y en el lugar del pecado, lavado y quitado con su Sangre, Jesús dona al alma su gracia santificante, gracia por la cual el alma no solo ve restablecida su amistad con Dios, sino que se ve elevada además a la dignidad de hija adoptiva suya y heredera del Reino de los cielos. Entonces, Jesús da la verdadera paz, la paz interior al alma, por una doble vía: porque quita el pecado, que era la causa de la enemistad y de la discordia del hombre hacia Dios, y porque le concede la gracia santificante, que es la causa a su vez del restablecimiento de una nueva amistad, mucho más profunda que la de los primeros padres, Adán y Eva, ya que se trata de una amistad basada en la filiación divina y en el hecho de haber sido convertida el alma en heredera del Reino de los cielos.

“Les doy mi paz, no como la da el mundo”. Antes de su Pascua, antes de su “paso”, de este mundo al Padre, Jesús nos deja innumerables dones –la Eucaristía, el sacerdocio, el don de su Madre como Madre nuestra-, y entre ellos, nos deja el don de la paz. Es por ese motivo que el cristiano, luego de recibir la paz de Cristo, comunicada por la gracia santificante, no tiene excusas para no ser él un difusor de esa misma paz a sus hermanos, de manera tal que el cristiano debería decir, no con palabras, sino con gestos concretos de paz: “Te doy la paz de Cristo, no la paz del mundo”. Si el cristiano no da la paz de Cristo a su prójimo, entonces traiciona gravemente el don recibido de Cristo y se convierte en difusor de la discordia y del odio, que jamás provienen del Espíritu de Dios.

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