(Domingo
VII - TO - Ciclo A – 2017)
“Amen
a sus enemigos” (Mt 5, 38-48). Jesús
nos enseña cómo debe ser el trato, a partir de Él, para con el prójimo que, por
algún motivo, se ha constituido en nuestro enemigo, y para hacerlo, diferencia
con precisión cómo se procedía en el Antiguo Testamento contraponiéndolo con lo
que Él, en cuanto Legislador Divino, determina ahora: antes, en el Antiguo
Testamento, se aplicaba la ley del Talión: “Ojo por ojo y diente por diente”, lo
cual significaba devolver al prójimo exactamente el mismo mal que el prójimo
nos había hecho. Sin embargo, a partir de Él, las cosas son diferentes: en el
Nuevo Testamento –y por lo tanto, en la Iglesia-, la ley del Talión queda
superada por la Nueva Ley de la caridad –“caridad” es “amor”, pero no humano, sino
divino, sobrenatural-, la cual implica no sólo no devolver el mal al prójimo,
sino devolver bien por el mal recibido y un bien que es, ante todo, espiritual
y por lo tanto valiosísimo, y es el bien del amor: “Ama a tus enemigos”. Es decir,
en el Antiguo Testamento, estaba prescripto que debía devolverse al enemigo el
mismo grado de mal que había cometido –“ojo por ojo y diente por diente”-;
ahora, no sólo no se devuelve el mal, sino que al mal, se le responde con Amor,
pero no el amor humano, sino el Amor Divino, el amor de caridad: “Amen a sus
enemigos”.
Jesús
no sólo nos enseña de palabra, sino que Él mismo en Persona nos da ejemplo en
la Cruz de cómo vivir este mandato suyo y lo hace cuando pide perdón al Padre
por aquellos que le están quitando la vida: “Padre, perdónales, porque no saben
lo que hacen”. Jesús ama a sus enemigos, aquellos que le quitan la vida en la
Cruz, y porque los ama, es que pide al Padre que los perdone. Ahora bien, los
que le quitamos la vida somos nosotros, con nuestros pecados, porque Él se puso
en nuestro lugar en la Cruz; es decir, los enemigos de Dios, aquellos a los que
Jesús ama y porque los ama pide el perdón divino para ellos, esos enemigos,
éramos nosotros y no Él. Aun así, siendo nosotros los enemigos de Dios y no Él,
Jesús se interpone entre la Justicia Divina y nosotros, recibiendo Él, en su
Cuerpo y en su Alma, de forma vicaria, el castigo merecido por haber nosotros
desencadenado la Ira Divina con la malicia de nuestros pecados. La muerte de
Jesús en la Cruz era el castigo que todos los hombres merecíamos por nuestros
pecados, pero Jesús, siendo Inocente e Inmaculado, nos ama tanto, que se
interpone entre la Ira de Dios y nosotros, recibiendo Él el castigo que
merecíamos, para así borrar con su Sangre nuestros pecados y concedernos la
gracia que nos justifica.
“Ama
a tus enemigos”. El mandato de Jesús tiene muchas implicancias, puesto que no basta
con perdonar: es necesario “amar” al prójimo enemigo –el amor sobrenatural es
la base del perdón al enemigo-, y esta distinción es importante, porque muchos
cristianos tal vez no odian ni devuelven el mal e incluso hasta perdonan, pero
lo hacen por motivos meramente humanos, como el “sentirse buenos”, o
simplemente porque “pasó el tiempo y ya puedo perdonar”. Sin embargo, no es en
esto en lo que consiste el cumplir con el mandato de Jesús, porque el perdón
cristiano no se basa en dejar pasar el tiempo, o pretender que, como somos
buenos, perdonamos a quien nos hace mal. Ese comportamiento es de un buen
pagano, un no-cristiano de buena conciencia, pero no de un cristiano que se
precie de seguir los mandatos de Jesús. El cristiano no perdona porque “pasó el
tiempo” ni tampoco porque se siente “buena persona”, porque no es eso lo que Jesús
nos pide cuando nos dice: “Ama a tus enemigos”. Y todavía, mucho más, nos comportamos
como pésimos cristianos cuando, frente a un prójimo que es –por una cuestión
circunstancial- nuestro enemigo, buscamos dañarlo, en vez de seguir el
mandamiento de Jesús: “Ama a tus enemigos”.
Teniendo
en cuenta lo que hemos dicho, y habiendo tomado la decisión de cumplir el
mandamiento de Jesús de “amar al enemigo”, surge una pregunta fundamental: ¿cómo
hacerlo? Porque podemos argumentar que, humanamente, es imposible “amar” al
enemigo, toda vez que el impulso humano hacia el enemigo nos lleva, a lo sumo,
a no devolver el mal, pero jamás “amarlo”. Entonces, ¿de qué manera cumplir con
este mandato de Jesús? La respuesta es acudir a la Fuente del Amor sobrenatural
de caridad, Jesús Misericordioso, y contemplarlo en su Trono de Misericordia,
la Santa Cruz. Es decir, para amar al enemigo como Jesús nos pide, debemos contemplar
a Jesús crucificado y considerar que, habiendo sido nosotros –todos y cada uno,
personalmente-, los que hemos crucificado a Jesús, Él, movido por el Amor
Misericordioso de su Sagrado Corazón, en vez de pedirle al Padre que nos
castigue por el deicidio cometido, no sólo nos perdona e implora perdón al
Padre, sino que entrega su Cuerpo y da su Vida y su Sangre para obtenernos ese
perdón. Una vez hecha esta consideración debemos, con el mismo perdón divino con el cual Jesús
nos perdona desde la Cruz, y con el mismo Amor Divino con el cual Jesús nos ama
desde la Cruz, proceder nosotros con nuestros enemigos: amar y perdonar como
Jesús nos amó y perdonó desde la Cruz, con su mismo Amor. Esto no significa, de
ninguna manera, ser complacientes con la injusticia sufrida a manos de nuestro
prójimo, pero a nosotros nos compete imitar a Dios en su Justicia Divina, sino
en su Misericordia, dejando en las manos de Dios la Justicia. La otra forma de
alcanzar el Amor Divino necesario para no solo perdonar, sino amar a nuestros
enemigos, es por la Comunión Eucarística, pues allí recibimos al Sagrado
Corazón Eucarístico de Jesús, que contiene al Amor de Dios, el Espíritu Santo. Si
dejamos que nuestros corazones, secos como un leño, sean envueltos por las
llamas del Amor del Corazón Eucarístico de Jesús; si dejamos que nuestros
corazones se conviertan en ese mismo Amor, así como el leño seco, al aplicarle
el fuego, se convierte en el mismo fuego, entonces sí seremos capaces de “ser
perfectos” como el Padre celestial, porque lo imitaremos a la perfección: Dios
Padre nos amó, en vez de castigarnos, y la prueba de su Amor es su Hijo Jesús
en la Cruz.
“Amen a sus enemigos”. Sólo si somos misericordiosos para
con nuestro prójimo, que nos ha dañado, perdonándolo y amándolo en nombre de y con el Amor de Jesús, sólo así, seremos verdaderos hijos de Dios y
alcanzaremos su perfección, que es la perfección de la santidad: “Si ustedes
aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo
los publicanos? Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de
extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos? Por lo tanto, sean perfectos
como es perfecto el Padre que está en el cielo”.
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