miércoles, 8 de febrero de 2017

“Es del corazón de los hombres de donde provienen las malas intenciones”


“Es del corazón de los hombres de donde provienen las malas intenciones” (Mc 7, 14-23). El pecado no es algo impersonal, que anda dando vueltas por el aire y que repentinamente se abate sobre una persona inocente: claramente lo dice Jesús, anida en el corazón del hombre, ya que es allí de donde surgen toda clase de cosas malas: “Es del corazón de los hombres de donde provienen las malas intenciones”. Esta es la razón por la cual no existe la naturaleza en estado de bondad absoluta, según Rousseau, y es la razón también por la cual de nada valen los esfuerzos del hombre para evitarlo y erradicarlo de su corazón con sus propias fuerzas, tal como lo quiere cierta corriente de cristianismo gnóstico. Como dice Santo Tomás, el hombre no puede subsistir en estado de gracia, esto es, sin caer en pecado mortal, si no es con la ayuda de la gracia divina que se nos comunica por los sacramentos. Esto nos hace ver la absoluta necesidad de los sacramentos, empezando por la Confesión Sacramental, para erradicar de raíz a esa planta venenosa que anida en ese jardín creado por Dios, que es el corazón humano. Existe un cierto cristianismo que tiende a minimizar el pecado, al reducir al cristianismo a una especie de psicologismo especializado en la auto-ayuda: el cristianismo consistiría solamente en consejos o modos de superar “cristianamente” trastornos psicológicos tales como ansiedad, miedo, angustia, ayudando a la persona a “superarse a sí misma”, a “encontrarse a sí misma”. En un tal cristianismo, el pecado es sólo un defecto psicológico y el cristianismo es sólo una lista de consejos de auto-ayuda para superarlos. Sin embargo, esto es falso, porque el cristianismo es el encuentro personal con la Persona Divina de Jesús de Nazareth, que con su sacrificio en cruz y el don de su Cuerpo y su Sangre, no solo nos quita esa mancha obscura que es el pecado, sino que nos dona la gracia de la filiación divina, convirtiéndonos en hijos adoptivos de Dios y en herederos del Reino. Esto nos hace ver la magnitud del Amor de Jesucristo y la imperiosa necesidad que tenemos de postrarnos ante la Cruz y la Eucaristía para darle gracias y adorarlo en cuanto Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios.

“Es del corazón de los hombres de donde provienen las malas intenciones”. Si del corazón del hombre, manchado por el pecado, salen “toda clase de cosas malas”, del corazón del hombre purificado por la gracia de la Confesión y santificado por la gracia de la Comunión Eucarística, y convertido por lo tanto en una copia viviente de los Sagrados Corazones de Jesús y María, surgen toda clase de cosas, más que buenas, santas. Para esto vino Jesús y murió en la Cruz: para quitarnos el pecado de nuestros corazones al precio altísimo de su Sangre derramada en la Cruz, y para convertir nuestros pobres corazones en corazones semejantes al Suyo y al de su Madre, la Virgen María.

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