“Es
del corazón de los hombres de donde provienen las malas intenciones” (Mc 7, 14-23). El pecado no es algo impersonal,
que anda dando vueltas por el aire y que repentinamente se abate sobre una
persona inocente: claramente lo dice Jesús, anida en el corazón del hombre, ya
que es allí de donde surgen toda clase de cosas malas: “Es del corazón de los
hombres de donde provienen las malas intenciones”. Esta es la razón por la cual
no existe la naturaleza en estado de bondad absoluta, según Rousseau, y es la
razón también por la cual de nada valen los esfuerzos del hombre para evitarlo
y erradicarlo de su corazón con sus propias fuerzas, tal como lo quiere cierta
corriente de cristianismo gnóstico. Como dice Santo Tomás, el hombre no puede
subsistir en estado de gracia, esto es, sin caer en pecado mortal, si no es con
la ayuda de la gracia divina que se nos comunica por los sacramentos. Esto nos
hace ver la absoluta necesidad de los sacramentos, empezando por la Confesión
Sacramental, para erradicar de raíz a esa planta venenosa que anida en ese
jardín creado por Dios, que es el corazón humano. Existe un cierto cristianismo
que tiende a minimizar el pecado, al reducir al cristianismo a una especie de
psicologismo especializado en la auto-ayuda: el cristianismo consistiría
solamente en consejos o modos de superar “cristianamente” trastornos
psicológicos tales como ansiedad, miedo, angustia, ayudando a la persona a “superarse
a sí misma”, a “encontrarse a sí misma”. En un tal cristianismo, el pecado es
sólo un defecto psicológico y el cristianismo es sólo una lista de consejos de
auto-ayuda para superarlos. Sin embargo, esto es falso, porque el cristianismo
es el encuentro personal con la Persona Divina de Jesús de Nazareth, que con su
sacrificio en cruz y el don de su Cuerpo y su Sangre, no solo nos quita esa
mancha obscura que es el pecado, sino que nos dona la gracia de la filiación
divina, convirtiéndonos en hijos adoptivos de Dios y en herederos del Reino. Esto
nos hace ver la magnitud del Amor de Jesucristo y la imperiosa necesidad que
tenemos de postrarnos ante la Cruz y la Eucaristía para darle gracias y
adorarlo en cuanto Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios.
“Es
del corazón de los hombres de donde provienen las malas intenciones”. Si del
corazón del hombre, manchado por el pecado, salen “toda clase de cosas malas”,
del corazón del hombre purificado por la gracia de la Confesión y santificado
por la gracia de la Comunión Eucarística, y convertido por lo tanto en una
copia viviente de los Sagrados Corazones de Jesús y María, surgen toda clase de
cosas, más que buenas, santas. Para esto vino Jesús y murió en la Cruz: para
quitarnos el pecado de nuestros corazones al precio altísimo de su Sangre
derramada en la Cruz, y para convertir nuestros pobres corazones en corazones
semejantes al Suyo y al de su Madre, la Virgen María.
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