(Domingo VI - TO - Ciclo A – 2017)
“Si
la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no
entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt
5, 17-37). El Pueblo Elegido tenía, en cuanto Nación escogida por Dios para
manifestarse a través suyo al mundo, la Ley natural y la Ley de Dios, que
hacían justos a quienes las cumplían, como dice San Ireneo: “En la Ley hay
preceptos naturales que nos dan ya la santidad; incluso antes de dar Dios la
Ley a Moisés, había hombres que observaban estos preceptos y quedaron
justificados por su fe y fueron agradables a Dios”[1].
Ahora bien, Jesús, que es ese mismo Dios que dio la Ley Natural a todos los
hombres y los Mandamientos al Pueblo Elegido, viene ahora a nosotros, que somos
el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, para traernos,
no otra Ley distinta, sino la misma Ley Natural y los mismos Mandamientos, aunque
ahora escritos no ya en tablas de piedra, sino en los corazones, y esa es la
razón por la cual el cumplimiento de esa Ley es mucho más estricto: “El Señor
no abolió estos preceptos sino que los extendió y les dio plenitud”[2]. Es
por eso que Jesús dice: “No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas:
yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento”. Y da el ejemplo de cómo es
ese cumplimiento: “Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: No matarás,
y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. Pero yo les digo que todo
aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y
todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y el que lo
maldice, merece la Gehena de fuego. Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en
el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu
ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces
vuelve a presentar tu ofrenda”. Es decir, antes bastaba con “no matar”, para
cumplir la Ley de Dios, y de esa manera se era justo, al menos en ese mandato: el
justo era el que no mataba, es decir, el que no quitaba la vida material y
físicamente a su prójimo, el que no cometía homicidio; era justo el que no lo
hacía exteriormente, porque estar ante la Presencia de Dios era estarlo
exteriormente. En otras palabras, se podía odiar a un prójimo, pero si no se lo
mataba, se cumplía con el precepto que decía “No matarás”. Sin embargo, ahora, el
cumplimiento de la Ley de Dios comienza en el interior del hombre, en su
corazón, puesto que Jesús ha venido a traer la gracia santificante que, por así
decirlo, graba a fuego los Mandamientos de Dios en el corazón, al tiempo que
hace que el alma esté ante la Presencia de Dios, desde el momento en que, por
la gracia, ese Dios, que es Uno y Trino, inhabita en el corazón del hombre. En otras
palabras, cuando está en gracia, el alma está ante la Presencia de Dios Trino porque
por la gracia, Dios Uno y Trino viene a inhabitar en el alma del justo. Es decir,
ahora, con Jesús, Dios no solo es mucho más cercano, sino que está dentro del alma del justo; la gracia
convierte al alma –y al cuerpo- del justo en el lugar de la morada de Dios
Trino, por lo que, el que está en gracia, está delante de Dios Trino, así como
quien está delante del sagrario o delante de la Eucaristía, está delante del
Cordero. Ésa es la razón por la cual ya no basta cumplir sólo exteriormente los
Mandamientos de la Ley sino que, ante todo, deben ser cumplidos en el corazón
mismo del hombre, en su alma, en lo más profundo de su acto de ser, porque allí
mora la Trinidad, cuando el alma está en gracia. No basta con no quitar la vida
exteriormente al hermano: ahora Dios, que mora en el corazón del hombre, ve sus
pensamientos, y cualquier pensamiento malo, por pequeño que sea, ofende a esta
Presencia divina, en su infinita majestad y bondad. Cualquier acto de malicia, aun
cuando no sea formulado al exterior del hombre, resuena en las paredes del
Templo de Dios que es el corazón del hombre por la gracia, y lo ofende. Ya no
basta con “no matar”: quien interiormente se irrita, insulta y maldice a su
hermano, está en falta ante Dios; todavía más, quien no se reconcilia con su
hermano, está en falta ante Dios y es indigno de acercarse al altar: “Si al
presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna
queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu
hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda”. Esto es lo que explica
los ejemplos dados por Jesús: no basta con no cometer adulterio materialmente:
si se lo desea, ese mal deseo está ante la Presencia de Dios, y lo ofende.
“Si
la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no
entrarán en el Reino de los Cielos”. Cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios
no es un mero legalismo: el cumplimiento se basa en el Amor de Dios, porque el que
está unido por la gracia al Sagrado Corazón de Jesús y lo ama con todas sus
fuerzas, amará también a su hermano, porque su corazón y el Corazón de Jesús, “que
es Amor” (cfr. 1 Jn 2, 4), serán una
sola cosa. Vivir los Mandamientos de la Ley de Dios no es, por lo tanto, contabilizar escrupulosamente qué es y qué no es pecado: se vive la Ley de Dios cuando el corazón, unido por la gracia al Corazón de Dios -que "es Amor"-, es hecho partícipe del Amor de Dios y con este Amor -que es el Espíritu Santo- ama a Dios y al prójimo. Así, unido al Amor de Dios y por el Amor de Dios, el hombre vive plenamente la Ley de Dios, que es la Ley del Divino Amor.
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