(Domingo
VIII - TO - Ciclo A – 2017)
“No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24-34). Ante la tentación del
hombre que pretender acumular dinero, al mismo tiempo que alabar a Dios, las
palabras de Jesús son muy claras y precisas: “No se puede servir a Dios y al
dinero”. Y luego da la razón: “porque aborrecerá a uno y amará al otro”. Para
comprender mejor el porqué de esta imposibilidad, podemos recordar lo que
enseña San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales, acerca de para qué ha sido
creado el hombre: “El hombre ha sido creado para alabar, hacer reverencia y
servir a Dios Nuestro Señor, y mediante esto, salvar su alma”[1].
Es decir, el hombre ha sido creado por Dios para Dios, para servirlo y
alabarlo, y así salvar su alma; el hombre no ha sido creado para servir al
dinero, y mucho menos cuando, detrás del dinero, está Satanás, puesto que el
dinero es, según los santos, “el estiércol de Satanás”. No hay lugar en el
corazón del hombre para dos señores: o se sirve a Dios, o se sirve al dinero y,
en el dinero, a Satanás. Podemos pensar en el corazón como un
¿Qué sucede en el corazón del hombre, cuando el dinero ocupa
el lugar que sólo Dios puede y debe ocupar? Sucede que el hombre intercambia al
dinero por Dios, y termina idolatrando y sirviendo al dinero, en vez de adorar
y servir a Dios. Cuando esto sucede, el dinero –y mucho más, el obtenido
ilícitamente, por medio del robo, el fraude, la extorsión, o de cualquier forma
delictiva- hace caer fácilmente al hombre en el engaño de que esta vida y sus
placeres terrenos –la gran mayoría, ilícitos, porque se derivan de la
concupiscencia de la carne y del espíritu-, son accesibles, fáciles de
conseguir, y duran para siempre, siempre y cuando haya dinero para acceder a
ellos. El dinero hace emprender al hombre un peligroso camino, un camino ancho
y espaciado, que finaliza en el Abismo del que no se sale; el dinero le
facilita al hombre, afectado por las consecuencias del pecado original –el
desorden de las pasiones, el difícil acceso a la Verdad y la dificultad para
obrar el bien-, un camino que conduce a un lugar opuesto al cielo, el Infierno.
No en vano Jesús nos advierte que, si queremos ir al cielo, debemos entrar por
la puerta estrecha, es decir, por la puerta opuesta a la que conduce el dinero:
“Uno le preguntó: Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan? Él en
respuesta dijo a los oyentes: Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque
os aseguro que muchos buscarán cómo entrar, y no podrán. Y después que el padre
de familia hubiere entrado y cerrado la puerta, empezaréis, estando fuera, a
llamar a la puerta diciendo: ¡Señor, Señor, ábrenos!, y él os responderá: No os
conozco, ni sé de dónde sois (…) Apartaos de mí todos vosotros, artífices de la
maldad. Allí será el llanto y el rechinar de dientes; cuando veréis a Abrahán, y
a Isaac, y a Jacob, y a todos los profetas en el reino de Dios, mientras
vosotros sois arrojados fuera” (Lc
13, 22-28). La puerta estrecha es la pobreza de la cruz, que se opone al camino
ancho y espacioso que concede el dinero. La advertencia de Jesús se dirige a
nosotros, hombres pecadores, que fácilmente podemos caer en la tentación de
pensar que el dinero y lo que el dinero obtiene –placeres terrenos, bienes
materiales, vida despreocupada de las necesidades del prójimo- es preferible a
la pobreza de la cruz de Jesús. Y si queremos saber cuál de los dos caminos
estamos transitando, si el camino ancho del dinero o el camino estrecho de la
cruz, es decir, si queremos saber si nuestro corazón está en el dinero o en
Dios, podemos hacer la siguiente reflexión: si me reflexión: si me ofrecieran
darme un millón de dólares sólo por asistir a un lugar que queda a la misma
distancia de mi iglesia, para escuchar a un persona por una hora, y nada más,
debo preguntarme si pondría todas las excusas que pongo, para no ir a ese
encuentro, como cuando me excuso para faltar a la misa dominical. O también, en
otras palabras: si considero que cien, mil, un millón de pesos, valen más que
la Eucaristía dominical, entonces es obvio que mi tesoro es el dinero y que mi
corazón no está en Dios, sino en el dinero.
En nuestros días, caracterizados por un duro materialismo,
acompañado del más profundo ateísmo que jamás la humanidad haya conocido, las
multitudes son atraídas por la vida placentera y fácil, es decir, por el camino
ancho y espacioso que proporciona el dinero. En nuestros días, se vive para el
dinero y por el dinero, sin importar qué es lo que hay que hacer para
obtenerlo, sin importar los medios, cualesquiera que estos sean, para ganar
dinero, porque el dinero está antes que toda consideración moral, ética y
espiritual. Es el caso, por ejemplo, de los médicos que, para ganar dinero,
practican abortos, o los sicarios que, para ganar dinero, asesinan personas: no
importa el medio, aun cuando este sea moralmente ilícito, cuando se trata de
ganar de dinero. Cuando el dinero ocupa el lugar de Dios, el amor por el dinero
desplaza del corazón del hombre no sólo el Amor a Dios, sino todo amor al
prójimo y todo rasgo de humanidad. El hombre desea vivir según la vida que
otorga el dinero: despreocupadamente, como en un estado de vacaciones o de
juventud, permanentes, sin fin, eternas; desea autos de lujo, mansiones, viajes
costosos, y todo tipo de placer terreno ilícito, y como sabe que esto sólo lo
puede dar el dinero, idolatra al dinero en vez de adorar a Dios, que le pide lo
contrario del dinero: vivir la pobreza de la cruz. Al hombre que está así
enceguecido y embotado por el dinero, las palabras de Jesús “No se puede servir
a Dios y al dinero”, “Esforzaos por entrar por la puerta estrecha”, o no las
escucha, o si las escucha, las rechaza, porque no ama a Dios y a su Reino de
Amor, sino al dinero y la vida que el dinero puede conseguir.
Por
el contrario, aquel que quiere servir a Dios y no al dinero, debe emprender un
camino muy distinto, un camino empinado, difícil de transitar; un camino que
finaliza en la cima y en el cielo; un camino en el que hay que llevar la propia
cruz a cuestas y negarse a sí mismos, al hombre viejo, al hombre dominado por
las pasiones, para ir en pos de Cristo, que va delante con la Cruz, camino al
Calvario. Este camino, al que se ingresa por la puerta estrecha, finaliza en la
cima del Monte Calvario, que es a su vez la puerta de entrada al Reino de los
cielos, en donde se encuentra la Jerusalén celestial, destino final de los que
aman al Cordero y mueren en estado de gracia:
“No
se puede servir a Dios y al dinero”. Para que nuestros corazones estén anclados
y adheridos en el verdadero y único tesoro que merece ser obtenido, Jesús
Eucaristía, y para que despeguemos nuestros corazones del dinero y del afán
desmedido por conseguirlo, dirijamos, con la ayuda de Nuestra Madre del cielo,
la Virgen de la Eucaristía, esta oración a Jesús en el sagrario: “Oh Jesús,
Dios de la Eucaristía, Dios del sagrario, Tú quieres convertir nuestros pobres
corazones en otras tantas moradas en las que poder reposar y darnos el Amor de
tu Sagrado Corazón, y no cesas de llamarnos con insistencia, una y otra vez. Y
sin embargo, nosotros, llevados por la indiferencia y el desamor hacia Ti, y
llevados por el amor desmedido al dinero y al mundo, hacemos oídos sordos a tus
llamados de amor desde la Eucaristía y te dejamos solo y abandonado en el
sagrario, para ir en búsqueda del placer terreno, de los bienes materiales, del
oro y la plata, de la gloria mundana y de la estima de los hombres, eligiendo
así el amor efímero y superficial de las creaturas, antes que el Amor infinito
y eterno del Padre, que mora en tu Corazón Eucarístico. Concédenos, oh Buen
Jesús, la gracia de poder encontrar la “perla preciosa”, el “tesoro escondido”,
el único tesoro capaz de alegrar nuestros días en la tierra y luego por toda la
eternidad, tu Presencia real, verdadera y substancial en la Eucaristía. Y así,
alegrándonos de haberte encontrado en la Eucaristía, seamos capaces de dejar
definitivamente atrás lo que nos separa de Ti, cortando de una vez y para
siempre con el pecado, desprendiéndonos del afecto a los bienes terrenos y
mundanos, incapaces de dar un solo instante de verdadera alegría. Nuestra
Señora de la Eucaristía, haz que descubramos la perla de gran precio, el tesoro
escondido; ayúdanos a vender todo lo que tenemos, a desarraigar nuestros
corazones del amor al dinero, para adquirir el campo donde se oculta el tesoro,
la fe en la Presencia Eucarística de tu Hijo Jesús. Amén”.
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