(Domingo
V - TO - Ciclo A – 2017)
“Ustedes son la sal de la tierra (…) Ustedes son la luz del
mundo” (Mt 5, 13-16). Para graficar a
los cristianos, Jesús utiliza dos elementos cotidianos, de la vida diaria, que
son sumamente útiles y cuya presencia o ausencia modifica profundamente nuestra
vida: la sal y la luz. La sal, permite dar sabor a todos los alimentos; sin
ella, un alimento sin sal resulta “desabrido”, sin gusto apenas y en esto se
nota su utilidad. La sal tiene otro uso, menos común, pero también muy útil, y
es el de evitar la descomposición orgánica de la carne, un recurso utilizado
con más frecuencia en épocas anteriores, en las que no existían los modernos
métodos de preservación de los alimentos. El otro elemento que utiliza Jesús en
su enseñanza es la luz, cuya importancia es más que evidente para la vida
cotidiana: permite ver y apreciar el mundo, con toda su realidad, con su
colorido, con su profundidad: sin la luz, el hombre vive en tinieblas y en la
oscuridad más absoluta.
Jesús
utiliza estos elementos materiales, la sal y la luz, para representar una
realidad sobrenatural, y es la realidad de la gracia santificante en el alma:
la gracia es al cristiano lo que la sal y la luz a la vida del hombre. Es la
gracia la que hace que la vida del cristiano tenga un nuevo sabor, el sabor de
la eternidad y del Amor de Dios y es la gracia la que evita la descomposición
del alma por la putrefacción del pecado, así como la sal evita la putrefacción
de la carne; es la gracia la que, inhiriendo en el alma del cristiano, la
ilumina con la luz eterna de Dios, permitiéndole ver aquello que sin la gracia
no puede ver: que esta vida terrena es pasajera, que es una prueba para ganar
la vida eterna, que no se puede conseguir la vida eterna sin vivir los
Mandamientos de la Ley de Dios, que al fin de la vida terrena nos espera un
doble juicio, el Particular y el Universal y que según el resultado de esos
tribunales, nuestros destinos eternos serán el Cielo o el Infierno, que esta
vida no es para “disfrutar”, sino para ganar el Cielo y que el Cielo sólo se
gana por medio de la Santa Cruz de Jesús y con el auxilio de la Virgen,
Medianera de todas las gracias.
Es la gracia santificante la que cambia radicalmente la vida
del cristiano, dirigiéndola y enderezándola hacia la eternidad, hacia el
encuentro personal y definitivo con el Supremo Juez, Jesús Misericordioso.
Ahora bien, el tener este destino de eternidad y el tener la luz de la fe, que
permite vislumbrar la vida futura en el Reino de los cielos, no depende de
nosotros, no surge de nuestra naturaleza, sino que es un don absolutamente
gratuito, recibido en el Bautismo y el cual debe ser custodiado y acrecentado,
por la fe, la oración y el amor a Dios y al prójimo manifestado en las obras de
misericordia.
Los cristianos estamos llamados a ser “sal de la tierra” y
“luz del mundo”, pero Jesús lo advierte bien claro: si la sal no sala y si la
luz no alumbra, no sirven, ni la sal, ni la luz: “Pero si la sal pierde su
sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser
tirada y pisada por los hombres. No se puede ocultar una ciudad situada en la
cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón,
sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están
en la casa”. La sal que no sala y la luz que no alumbra, es el católico que,
habiendo recibido la instrucción catequética; habiendo conocido las verdades
fundamentales de nuestra fe; habiendo conocido los dogmas de nuestra Santa
Religión Católica; habiendo recibido la Comunión y la Confirmación y sabiendo
que sin practicar la fe no puede salvarse, vive sin embargo como ciego, sordo y
mudo, como si nunca se hubiera enterado de nada y así pasa por el mundo y por
la vida como si fuera un pagano y no un católico; es el católico que no da
testimonio de Jesucristo, en la vida cotidiana. Es el católico que acude a los
chamanes y brujos; es el católico que confía en el horóscopo y en la lectura de
cartas y no en el Amor providente de Dios; es el católico que rinde culto a
ídolos demoníacos, como San La Muerte; es el católico que se deja dominar por
las pasiones, la avaricia, la envidia, la ira, el orgullo, la soberbia, la
pereza, sea espiritual que corporal; es el católico que abandona la fe, la
oración, la Santa Misa, por la acedia y por las atracciones del mundo o, peor
aún, es el católico que, asistiendo a la Iglesia, se comporta como pagano.
“Ustedes son la sal de la tierra (…) Ustedes son la luz del
mundo”. ¿De qué manera dar sabor a la vida, con la sal de la gracia, e iluminar
el mundo, con la luz de la gracia? Con la observancia de los Mandamientos y de
los preceptos de la Iglesia y con el testimonio de las obras de misericordia, que
demuestran la fe, tal como lo dice Jesús: “Así debe brillar ante los ojos de
los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras
y glorifiquen al Padre que está en el cielo”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario