(Domingo
XXV - TO - Ciclo B – 2021)
“El Hijo del hombre tiene que sufrir mucho, lo matarán y
resucitará al tercer día” (cfr. Mc 9,
30-37). En una sola oración, con pocas y precisas palabas, Jesucristo describe,
por un lado, su misterio pascual de muerte y resurrección y, por otro lado, nos
revela el sentido, la dirección y la razón de ser de nuestra existencia en esta
vida terrena. En efecto, lo primero que revela y anticipa proféticamente es qué
es lo que le va a suceder a Él: sufrirá en manos de los ancianos, de los
fariseos y de los escribas, quienes lo condenarán a muerte en un juicio inicuo,
porque la causa de la sentencia de muerte es una verdad y no una blasfemia: Jesús
es Dios Hijo encarnado; morirá en cruz, en el Calvario, luego de tres horas de
agonía; finalmente, al tercer día, el Domingo de Resurrección, resucitará, es
decir, volverá a la vida, pero no a esta vida terrena, sino a la vida eterna y
glorificada, la misma vida que Él posee con el Padre y el Espíritu Santo desde
toda la eternidad. De esta manera, Jesús revela, anticipadamente a sus discípulos,
qué es lo que le va a suceder a Él, esto es, la Pasión, Muerte y Resurrección.
El segundo elemento que se revela en esta frase, que no está dicho
explícitamente sino implícitamente, es el sentido de nuestra existencia en el
tiempo y en la historia humana: estamos destinados de antemano, por Dios, a
seguir a Cristo por el Camino de la Cruz –“El que quiera venir en pos de Mí,
que tome su cruz y me siga”-, para así también nosotros participar de su
misterio salvífico de muerte y resurrección. En la Pasión y Resurrección de
Cristo se comprende el sentido de nuestra existencia en la vida porque nuestra
vida terrena, caracterizada por el sufrimiento y el dolor, ha sido santificada
por Cristo, al asumir Él nuestra naturaleza humana, menos el pecado, de manera
que al sufrir Cristo en la cruz con su humanidad, Él santifica el dolor humano,
de manera que el dolor humano –nuestro propio dolor, nuestra propia historia de
dolor y sufrimiento, del orden que sea-, queda unido a Cristo y en Cristo es santificado y así, de
ser el dolor y la muerte el castigo por el pecado original, pasan a ser, este
mismo dolor y esta misma muerte, caminos de santificación personal, de unión
con Cristo y de acceso al seno del Padre en el Reino de los cielos. Es por esto
que decimos que Jesús da sentido a nuestra existencia en la tierra: porque
estamos destinados a unirnos a Él en la cruz, para así santificar nuestra
existencia, con sus alegrías, con sus dolores y así, con nuestra vida unida a
Cristo crucificado, seremos luego glorificados en la vida eterna. Éste es el
único sentido de la existencia humana, de todo ser humano, desde Adán y Eva
hasta el último hombre que nazca en el Último Día, en el Día del Juicio Final. Cualquier
otra explicación, que no sea la de la unión personal con Cristo en la cruz para
llegar al Reino de Dios, carece de sentido y no tiene razón de ser. Muchos,
sino la gran mayoría de los hombres, pasan sus vidas enteras sin encontrar
sentido a la vida, al dolor, a la enfermedad, a la muerte, pero tampoco a la
alegría, al gozo no pecaminoso y buscan en vano este sentido en extrañas
filosofías, en otras religiones, en sectas, en partidos políticos, cuando lo
único que tienen que hacer es escuchar al Hombre-Dios: “El Hijo del hombre tiene
que sufrir mucho, lo matarán y resucitará al tercer día (…) el que quiera
seguirme, que tome su cruz y me siga y tendrá la Vida eterna”. El sentido de
nuestro paso por la tierra es ganar la Vida eterna y evitar la eterna
condenación, pero eso sólo lo lograremos si cargamos nuestra cruz de cada día
para seguir al Hombre-Dios Jesucristo en camino al Calvario.
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