viernes, 17 de septiembre de 2021

“Los envió a proclamar el Reino de Dios”

 


“Los envió a proclamar el Reino de Dios” (Lc 9, 1-6). Jesús envía a los Doce Apóstoles a una misión bien precisa y es la de “proclamar el Reino de Dios”. Para dar credibilidad y fuerza a la predicación, les concede la participación en su poder divino para que puedan “curar enfermos y expulsar demonios”. Los Apóstoles conocían qué era un reino, porque en ese entonces las naciones y los pueblos humanos se organizaban en reinos: estos tenían una localización geográfica, estaban gobernados por el rey y su corte, poseía un ejército y si el reino crecía y se expandía en tamaño y poderío, llegaba a convertirse en un imperio. Los reinos humanos se caracterizaban además porque quienes rodeaban al rey a menudo lo hacían por adulación, para obtener premios y beneficios por parte del rey; a su vez, el rey con frecuencia gobernaba con mano de hierro, sometiendo a sus súbditos por lo general con la fuerza y a sus enemigos por medio de la guerra y del asedio. Ahora bien, el Reino de Dios, cuya existencia revela Jesús y que es el que los Apóstoles deben proclamar, es de naturaleza totalmente distinta: por lo pronto, viene de Dios, del cielo, morada de Dios y no de los hombres; es de carácter eminentemente espiritual y no material y corpóreo, por lo que no tiene localización geográfica; tampoco busca su expansión por medio del poder militar o de las armas, sino que su expansión se basa en la predicación del Evangelio de Jesucristo, que consiste en el mensaje de salvación para los hombres: quien se convierta a Jesucristo y se bautice y lo siga por el Via Crucis se salvará y el que no lo haga, se condenará, según palabras del propio Jesucristo. Por último, el Reino de Dios está en los cielos, pero comienza a vivirse ya aquí, en la tierra, en germen, por obra de la gracia santificante, que hace partícipe al alma de la vida divina de la Trinidad y es por eso que es un Reino eminentemente espiritual, que se opone a los deseos de la carne que son consecuencia del pecado original. Así, el Reino de Dios radica en el alma, en esta vida y consiste en los frutos del Espíritu Santo en el alma: paz, misericordia, bondad, justicia, humildad, sobriedad de vida, y se opone radicalmente a los deseos desordenados de la carne, como la ira, la pereza, la lujuria, la embriaguez de los sentidos, la avaricia, la envidia y tantas otras perversiones más.

“Los envió a proclamar el Reino de Dios”. También nosotros somos enviados a proclamar el Reino de Dios, comenzando por los seres más próximos a nosotros, pero la única forma de hacerlo no es mediante sermones y discursos, sino viviendo nosotros en gracia, aborreciendo el pecado y dando testimonio de vida cristiana, hasta la muerte del propio yo en la Cruz.

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