“Los
envió a proclamar el Reino de Dios” (Lc
9, 1-6). Jesús envía a los Doce Apóstoles a una misión bien precisa y es la de “proclamar
el Reino de Dios”. Para dar credibilidad y fuerza a la predicación, les concede
la participación en su poder divino para que puedan “curar enfermos y expulsar
demonios”. Los Apóstoles conocían qué era un reino, porque en ese entonces las
naciones y los pueblos humanos se organizaban en reinos: estos tenían una
localización geográfica, estaban gobernados por el rey y su corte, poseía un
ejército y si el reino crecía y se expandía en tamaño y poderío, llegaba a
convertirse en un imperio. Los reinos humanos se caracterizaban además porque quienes
rodeaban al rey a menudo lo hacían por adulación, para obtener premios y
beneficios por parte del rey; a su vez, el rey con frecuencia gobernaba con
mano de hierro, sometiendo a sus súbditos por lo general con la fuerza y a sus
enemigos por medio de la guerra y del asedio. Ahora bien, el Reino de Dios,
cuya existencia revela Jesús y que es el que los Apóstoles deben proclamar, es
de naturaleza totalmente distinta: por lo pronto, viene de Dios, del cielo,
morada de Dios y no de los hombres; es de carácter eminentemente espiritual y
no material y corpóreo, por lo que no tiene localización geográfica; tampoco
busca su expansión por medio del poder militar o de las armas, sino que su
expansión se basa en la predicación del Evangelio de Jesucristo, que consiste
en el mensaje de salvación para los hombres: quien se convierta a Jesucristo y
se bautice y lo siga por el Via Crucis se salvará y el que no lo haga, se
condenará, según palabras del propio Jesucristo. Por último, el Reino de Dios
está en los cielos, pero comienza a vivirse ya aquí, en la tierra, en germen,
por obra de la gracia santificante, que hace partícipe al alma de la vida
divina de la Trinidad y es por eso que es un Reino eminentemente espiritual,
que se opone a los deseos de la carne que son consecuencia del pecado original.
Así, el Reino de Dios radica en el alma, en esta vida y consiste en los frutos
del Espíritu Santo en el alma: paz, misericordia, bondad, justicia, humildad,
sobriedad de vida, y se opone radicalmente a los deseos desordenados de la
carne, como la ira, la pereza, la lujuria, la embriaguez de los sentidos, la
avaricia, la envidia y tantas otras perversiones más.
“Los
envió a proclamar el Reino de Dios”. También nosotros somos enviados a
proclamar el Reino de Dios, comenzando por los seres más próximos a nosotros,
pero la única forma de hacerlo no es mediante sermones y discursos, sino
viviendo nosotros en gracia, aborreciendo el pecado y dando testimonio de vida
cristiana, hasta la muerte del propio yo en la Cruz.
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