“Al
oír estas palabras, los que estaban en la sinagoga se enfurecieron” (Lc 4, 24-30). Sorprende la reacción de
los asistentes a la sinagoga: en un primer momento, cuando Jesús lee las
Escrituras y en un cierto modo los halaga en cuanto Pueblo Elegido, porque les
dice que “se ha cumplido la Escritura delante de vosotros”, los asistentes a la
sinagoga “estaban maravillados de las palabras de gracia que salían de sus
labios”. Pero cuando Jesús les hace ver que no por ser ellos el Pueblo Elegido
recibirán los favores de Dios, y para ello cita los casos de Elías, que no es
enviado a ninguna viuda de Israel, sino a una viuda de Sidón, es decir, pagano,
y Eliseo, que es enviado a curar a Naamán, el sirio, y no a ningún israelita,
los asistentes a la sinagoga se enfurecen, demostrando con esto su soberbia y
su absoluta falta de caridad para con sus prójimos, los hombres, pretendiendo
adueñarse de la Palabra de Dios.
Jesús,
el Mesías, el Hombre-Dios, el Redentor, el Salvador, de los hombres, no es
enviado solamente, de modo absoluto, de modo exclusivo, para los judíos. Si Dios
elige a los judíos, y por eso se llaman “Pueblo Elegido”, no se debe a que la
salvación sea exclusiva para ellos, sino porque, empezando por ellos, debe
extenderse a toda la humanidad. Dios sería un ser egoísta, o su Amor sería muy pequeño
y limitado, si solo deseara salvar a un pueblo o a una raza humana, mientras
dejara que el resto de la humanidad se condene. Esto es lo que los asistentes a
la sinagoga no entienden y por eso se enfurecen, además de pensar que por el
solo hecho de ser religiosos, ya merecen el favor de Dios y no solo nadie puede
decirles nada, sino que ni siquiera el mismo Dios puede reprocharles ninguna
falta. Ése es el motivo por el cual, en el colmo de su indignación y furia,
empujan a Jesús hasta la cima de la colina, con intención de despeñarlo, aunque
no lo logran.
Muchos
cristianos actúan en la Iglesia con la misma soberbia que los judíos de la
sinagoga: no se les puede decir nada; no se les puede reprochar sus errores;
piensan que son dueños de la Iglesia; creen que la Iglesia es un coto de caza;
creen que la Iglesia es un espacio de poder propio, para usar en provecho
propio, y ni siquiera Dios puede pedirles cuenta de su obrar, y si alguien se
atreve a pedirles cuentas, comienzan a tramar y maquinar venganzas en las
sombras para quien ha tenido la osadía de pedirles cuentas de su obrar. No cometamos
el mismo error de los judíos que nos narra el Evangelio de hoy: la Iglesia no
es un coto de caza; la Iglesia no es un lugar para ejercer el poder; mucho
menos es un medio para ganar prestigio, dinero y estatus social; es un Arca de
salvación eterna y la salvación se gana por la cruz y la cruz significa amor, humillación
y sacrificio, unidos a Cristo y a María, y quien no entiende esto, no entiende
nada y se enfurece, como se enfurecieron los judíos en la sinagoga. No estamos
en la Iglesia para ganar prestigio, dinero y poder, sino para salvar el alma
por medio de la cruz, el amor y el sacrificio, unidos a Cristo y a la Virgen. Si
alguien no entiende esto, es porque no es de Dios, sino del maligno.
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