domingo, 23 de marzo de 2014

“Al oír estas palabras, los que estaban en la sinagoga se enfurecieron”


“Al oír estas palabras, los que estaban en la sinagoga se enfurecieron” (Lc 4, 24-30). Sorprende la reacción de los asistentes a la sinagoga: en un primer momento, cuando Jesús lee las Escrituras y en un cierto modo los halaga en cuanto Pueblo Elegido, porque les dice que “se ha cumplido la Escritura delante de vosotros”, los asistentes a la sinagoga “estaban maravillados de las palabras de gracia que salían de sus labios”. Pero cuando Jesús les hace ver que no por ser ellos el Pueblo Elegido recibirán los favores de Dios, y para ello cita los casos de Elías, que no es enviado a ninguna viuda de Israel, sino a una viuda de Sidón, es decir, pagano, y Eliseo, que es enviado a curar a Naamán, el sirio, y no a ningún israelita, los asistentes a la sinagoga se enfurecen, demostrando con esto su soberbia y su absoluta falta de caridad para con sus prójimos, los hombres, pretendiendo adueñarse de la Palabra de Dios.
Jesús, el Mesías, el Hombre-Dios, el Redentor, el Salvador, de los hombres, no es enviado solamente, de modo absoluto, de modo exclusivo, para los judíos. Si Dios elige a los judíos, y por eso se llaman “Pueblo Elegido”, no se debe a que la salvación sea exclusiva para ellos, sino porque, empezando por ellos, debe extenderse a toda la humanidad. Dios sería un ser egoísta, o su Amor sería muy pequeño y limitado, si solo deseara salvar a un pueblo o a una raza humana, mientras dejara que el resto de la humanidad se condene. Esto es lo que los asistentes a la sinagoga no entienden y por eso se enfurecen, además de pensar que por el solo hecho de ser religiosos, ya merecen el favor de Dios y no solo nadie puede decirles nada, sino que ni siquiera el mismo Dios puede reprocharles ninguna falta. Ése es el motivo por el cual, en el colmo de su indignación y furia, empujan a Jesús hasta la cima de la colina, con intención de despeñarlo, aunque no lo logran.

Muchos cristianos actúan en la Iglesia con la misma soberbia que los judíos de la sinagoga: no se les puede decir nada; no se les puede reprochar sus errores; piensan que son dueños de la Iglesia; creen que la Iglesia es un coto de caza; creen que la Iglesia es un espacio de poder propio, para usar en provecho propio, y ni siquiera Dios puede pedirles cuenta de su obrar, y si alguien se atreve a pedirles cuentas, comienzan a tramar y maquinar venganzas en las sombras para quien ha tenido la osadía de pedirles cuentas de su obrar. No cometamos el mismo error de los judíos que nos narra el Evangelio de hoy: la Iglesia no es un coto de caza; la Iglesia no es un lugar para ejercer el poder; mucho menos es un medio para ganar prestigio, dinero y estatus social; es un Arca de salvación eterna y la salvación se gana por la cruz y la cruz significa amor, humillación y sacrificio, unidos a Cristo y a María, y quien no entiende esto, no entiende nada y se enfurece, como se enfurecieron los judíos en la sinagoga. No estamos en la Iglesia para ganar prestigio, dinero y poder, sino para salvar el alma por medio de la cruz, el amor y el sacrificio, unidos a Cristo y a la Virgen. Si alguien no entiende esto, es porque no es de Dios, sino del maligno.

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