“Jesús
instituyó a los Doce” (Mc 3, 13-19). El Evangelio de la institución de los
Apóstoles destaca que Jesús “llamó a los que quiso”, los llamó “para que
estuvieran con Él”, y luego “los envió a predicar”, además de “darles el poder
de expulsar demonios”. Por último, el Evangelio destaca el hecho de que de
entre los Doce surge el traidor, Judas Iscariote.
Es
importante la consideración y reflexión de este Evangelio porque, salvando las
distancias, el llamado de los Doce es el llamado de Jesús a todo bautizado y
también a todo grupo parroquial, a toda institución de la Iglesia, a todo
movimiento, a toda orden religiosa, a toda congregación, y por lo tanto, a
todos en la Iglesia nos caben las características del llamado de Jesús a los
Doce. Es obvio que no todos somos Apóstoles y Columnas de la Iglesia como los
Doce, pero sí somos Apóstoles y Columnas de la Iglesia en sentido traslaticio y
en sentido lato, desde el momento en que todos, según nuestro deber de estado,
estamos llamados a hacer apostolado para dar a conocer a nuestros prójimos a
Jesucristo y para apuntalar las columnas de la Iglesia con nuestra labor
apostólica frente a la tarea de demolición que los enemigos externos e internos
de la Iglesia llevan a cabo sin detenimiento.
Como
a los Apóstoles, también a nosotros Jesús nos llamó “porque quiso”, es decir,
por una libre elección de su Amor misericordioso, y no por ningún mérito ni
merecimiento nuestro, que no lo teníamos ni lo tenemos de ninguna manera; como
a los Apóstoles, también a nosotros Jesús nos llama “para que estemos con Él”,
y junto a Él estemos también con su Madre, que está al pie de la Cruz, en el
Calvario y en la Santa Misa; Jesús nos llama, como a los Apóstoles, para que
estemos con Él por medio de la Adoración Eucarística, para que apoyemos nuestra
cabeza en su pecho, para escuchar los latidos de su Sagrado Corazón, como Juan
en la Última Cena; también a nosotros nos llama para que nos unamos a Él por la
oración, a través del rezo del Santo Rosario, porque en el Rosario es la Virgen
la que nos estrecha a su Inmaculado Corazón y allí nos hace escuchar los
latidos del Corazón de su Hijo; como a los Apóstoles, Jesús nos llama “a
predicar y a expulsar demonios”, pero no por medio de sermones y de exorcismos,
sino por medio del ejemplo de vida, porque una vida de santidad, de pureza y de
castidad, de obras de misericordia y de compasión, como la que llevaron los
santos, buscando imitar con sus vidas y con sus obras a Cristo, es la mejor
prédica y el mejor exorcismo, sin palabras y sin fórmulas exorcísticas. Por último,
el Evangelio nos advierte acerca del peligro que significa recibir las más
grandes gracias por parte de Jesucristo con un corazón miserable y mal dispuesto:
Judas Iscariote recibió gracias no concedidas a otros mortales: fue elegido
Apóstol, fue consagrado Sacerdote de Cristo, fue llamado “Amigo” por Cristo,
recibió de Cristo muestras inauditas de amor, como el haberle sido lavados los
pies por el mismo Hombre-Dios en Persona, y ni aún así, cedió en su intención
de traicionar y vender la amistad de Jesús por treinta monedas de plata. También
a nosotros nos puede pasar que amemos más al dinero –o a las pasiones, que se
alimentan con el dinero- que a Jesús. No en vano Jesús nos advierte: “No se
puede amar a Dios y al dinero”. Ser elegidos por Cristo, esto es, ser
sacerdotes, ser laicos, tener puestos de responsabilidad en la Iglesia, no es
garantía de nada, no es garantía de salvación; por el contrario, implica un
serio riesgo, el riesgo de traicionar a Cristo por el brillo del poder, por el
atractivo del dinero, por el placer de la posición y el prestigio. Es por esto que
Jesús nos advierte: “Estad atentos y vigilantes”.
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