viernes, 19 de febrero de 2016

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”



“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20-26). Jesús nos advierte –a todos los cristianos- que, a partir de Él, rige una Nueva Ley, la ley de la Caridad, esto es, el amor sobrenatural –que es el Amor de Dios y no el amor meramente humano- que el hombre debe a Dios y a su prójimo. Hasta antes de Jesús, regía el mandato de la Antigua Ley, que mandaba amar al prójimo y a Dios, pero el amor con que se cumplía esta ley era un amor meramente humano, lo cual quiere decir limitado, escaso, de corto alcance. Tanto el amor a Dios como al prójimo, estaba estrechamente comprendido en los límites del amor humano; tanto es así, que se consideraba “prójimo” sólo a quien compartía la raza y la religión hebreas. Para ser “justos”, bastaba únicamente con “no matar”; a partir de Jesús, ya no basta con simplemente “no matar” al prójimo para ser agradables a Dios: ahora, un leve enojo –la irritación- merece la “condena del tribunal”; el insulto, “el castigo del Sanedrín”, y quien muere maldiciendo a su hermano, merece “la Gehena del fuego”, es decir, el infierno. El cristiano, para poder entrar en el Reino de los cielos, debe ejercer “una justicia superior a la de los fariseos”, porque el nuevo paradigma de amor a Dios y a los hombres es Jesús crucificado, quien da la vida no sólo por sus amigos, sino por sus enemigos, es decir, nosotros, que éramos enemigos de Dios a causa de nuestros pecados y, sin embargo, Jesús no sólo no nos condenó por quitarle nosotros su vida en la cruz, sino que nos perdonó y el signo de ese perdón divino es su Sangre derramada en el Calvario. La “justicia superior a la de los escribas y fariseos” es la caridad, el amor sobrenatural perfecto a Dios y a los hombres, y de entre los hombres, a los enemigos, porque Jesús murió por nosotros, que éramos sus enemigos. Así dice el Beato Elredo: “La perfección de la caridad consiste en el amor a los enemigos. A ello nada nos anima tanto como la consideración de aquella admirable paciencia con que el más bello de los hombres ofreció su rostro, lleno de hermosura, a los salivazos de los malvados; sus ojos, cuya mirada gobierna el universo, al velo con que se los taparon los inicuos; su espalda a los azotes; su cabeza, venerada por los principados y potestades, a la crueldad de las espinas; toda su persona a los oprobios e injurias; aquella admirable paciencia, finalmente, con que soportó la cruz, los clavos, la lanzada, la hiel y el vinagre, todo ello con dulzura, con mansedumbre, con serenidad. En resumen, como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca”[1]. Jesús es el ejemplo perfectísimo de amor a Dios y a los hombres, es decir, de una justicia “superior a la de fariseos y escribas”. Pero no es sólo ejemplo de caridad, sino ante todo, es Fuente de caridad, porque de su Sagrado Corazón, inhabitado por el Espíritu Santo, fluye este Divino Espíritu de Amor con su Sangre, cuando su Corazón es traspasado por la lanza del soldado romano y ésa es la razón por la que, todo aquel sobre el que cae la Sangre del Cordero, ve su corazón encendido en el Fuego del Divino Amor. Y un corazón así encendido en el Fuego del Divino Amor, se vuelve una copia viviente del Sagrado Corazón y se vuelve, por lo tanto, capaza de amar a los enemigos de la misma manera y con el mismo Amor con el que lo amó y perdonó Jesús desde la cruz, el Amor de Dios, el Espíritu Santo.



[1] Cfr. Espejo de caridad, Libro 3, cap. 5: PL 195, 582.

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