“Si
la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no
entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt
5, 20-26). Jesús nos advierte –a todos los cristianos- que, a partir de Él,
rige una Nueva Ley, la ley de la Caridad, esto es, el amor sobrenatural –que es
el Amor de Dios y no el amor meramente humano- que el hombre debe a Dios y a su
prójimo. Hasta antes de Jesús, regía el mandato de la Antigua Ley, que mandaba
amar al prójimo y a Dios, pero el amor con que se cumplía esta ley era un amor
meramente humano, lo cual quiere decir limitado, escaso, de corto alcance. Tanto
el amor a Dios como al prójimo, estaba estrechamente comprendido en los límites
del amor humano; tanto es así, que se consideraba “prójimo” sólo a quien
compartía la raza y la religión hebreas. Para ser “justos”, bastaba únicamente
con “no matar”; a partir de Jesús, ya no basta con simplemente “no matar” al
prójimo para ser agradables a Dios: ahora, un leve enojo –la irritación- merece
la “condena del tribunal”; el insulto, “el castigo del Sanedrín”, y quien muere
maldiciendo a su hermano, merece “la Gehena del fuego”, es decir, el infierno. El
cristiano, para poder entrar en el Reino de los cielos, debe ejercer “una
justicia superior a la de los fariseos”, porque el nuevo paradigma de amor a
Dios y a los hombres es Jesús crucificado, quien da la vida no sólo por sus
amigos, sino por sus enemigos, es decir, nosotros, que éramos enemigos de Dios
a causa de nuestros pecados y, sin embargo, Jesús no sólo no nos condenó por
quitarle nosotros su vida en la cruz, sino que nos perdonó y el signo de ese
perdón divino es su Sangre derramada en el Calvario. La “justicia superior a la
de los escribas y fariseos” es la caridad, el amor sobrenatural perfecto a Dios
y a los hombres, y de entre los hombres, a los enemigos, porque Jesús murió por
nosotros, que éramos sus enemigos. Así dice el Beato Elredo: “La perfección de
la caridad consiste en el amor a los enemigos. A ello nada nos anima tanto como
la consideración de aquella admirable paciencia con que el más bello de los
hombres ofreció su rostro, lleno de hermosura, a los salivazos de los malvados;
sus ojos, cuya mirada gobierna el universo, al velo con que se los taparon los
inicuos; su espalda a los azotes; su cabeza, venerada por los principados y
potestades, a la crueldad de las espinas; toda su persona a los oprobios e
injurias; aquella admirable paciencia, finalmente, con que soportó la cruz, los
clavos, la lanzada, la hiel y el vinagre, todo ello con dulzura, con
mansedumbre, con serenidad. En resumen, como cordero llevado al matadero, como
oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca”[1]. Jesús
es el ejemplo perfectísimo de amor a Dios y a los hombres, es decir, de una
justicia “superior a la de fariseos y escribas”. Pero no es sólo ejemplo de
caridad, sino ante todo, es Fuente de caridad, porque de su Sagrado Corazón,
inhabitado por el Espíritu Santo, fluye este Divino Espíritu de Amor con su
Sangre, cuando su Corazón es traspasado por la lanza del soldado romano y ésa
es la razón por la que, todo aquel sobre el que cae la Sangre del Cordero, ve
su corazón encendido en el Fuego del Divino Amor. Y un corazón así encendido en
el Fuego del Divino Amor, se vuelve una copia viviente del Sagrado Corazón y se
vuelve, por lo tanto, capaza de amar a los enemigos de la misma manera y con el
mismo Amor con el que lo amó y perdonó Jesús desde la cruz, el Amor de Dios, el
Espíritu Santo.
Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.
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