“Jesús
llamó a los que Él quiso (…) para que estuvieran con Él y para enviarlos a
predicar, con el poder de expulsar demonios” (Mc 3,13-19). Jesús elige a los Doce apóstoles, constituyendo así a
su Iglesia, la Iglesia Católica, como una realidad jerárquica. En el nombre –apóstoles-
de este pequeño grupo de hombres que Jesús elige, se revela la misión que Él
les encomienda: “apóstol” significa “enviado”; esto significa que son elegidos
para ser enviados a cumplir una determinada misión. Es decir, Jesús instituye
su Iglesia, que es eminentemente contemplativa –los llamó para que “estuvieran
con Él”- pero al mismo tiempo es misionera, porque elige a su Apóstoles, para
“enviarlos a predicar” el Evangelio de la Buena Noticia, la salvación traída a
los hombres por Cristo Jesús. Esto nos hace ver que desde su máxima jerarquía,
la Iglesia nace siendo misionera, porque los Doce Apóstoles, “columnas de la
Iglesia” (cfr. Ef 2, 20) son
“enviados” por Jesús para que evangelicen al mundo.
Ahora
bien, en cuanto a nosotros, simples fieles bautizados –que, obviamente, no
somos las “columnas de la Iglesia” como los Doce Apóstoles-, sí compartimos con
ellos algunos de los aspectos de su nombre y misión: como los Apóstoles, a
quienes llamó porque Él los eligió –“llamó a los que quiso”-, también a
nosotros Jesús nos llama y nos incorpora a su Iglesia por medio del Bautismo
sacramental porque Él así lo quiso, es decir, somos bautizados porque Jesús nos
eligió: si Jesús no hubiera querido llamarnos, no formaríamos parte de su
Iglesia, y si lo hacemos, es porque Jesús quiso llamarnos; y también, así como Jesús
llama a los Apóstoles para que “estuvieran con Él”, así también nos llama a
nosotros para que “estemos con Él”, unidos a Él por el Amor de su Sagrado
Corazón y esto se da ante todo en la adoración eucarística; por último, así
como los Apóstoles son “enviados para predicar”, así también nosotros somos
enviados por Jesús al mundo para predicar la Buena Noticia de la salvación.
“Jesús
llamó a los que Él quiso (…) para que estuvieran con Él y para enviarlos a
predicar”. Comentando este pasaje, un autor anónimo[1] del siglo II dice que Jesús, reconociéndolos
como “fieles a su palabra”, “les dio a conocer los misterios del Padre” y los
“envió al mundo (…) para que todas las naciones creyeran en Él, que era (Dios)
desde el principio”. De la misma manera, también nosotros somos llamados por
Jesús desde la Eucaristía, para que nos comunique, en el silencio de la
adoración y en lo más profundo del alma, los secretos del Padre, que sólo Él,
por ser el Hijo Unigénito, conoce; nos llama desde la Eucaristía para que
“estemos con Él”, para colmarnos de su gracia y de su Amor de Dios, un amor que
es eterno, inagotable e incomprensible; nos llama desde la Eucaristía para que
nosotros, saliendo de la adoración y habiendo sido colmados de dones y sobre
todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, comuniquemos a nuestros
hermanos, con obras de misericordia, antes que con palabras, el mismo amor
misericordioso recibido de Jesús Eucaristía. Como a los Apóstoles, Jesús nos
llama desde la Eucaristía, eligiéndonos con amor de predilección, para que transmitamos
a nuestros prójimos la Alegre Noticia de la Presencia real y substancial,
personal –y no imaginaria o “fantasmática”[2]- de ese Dios de la
Eucaristía, al que adoramos y en el que confiamos; nos llama, como a los
Apóstoles, para que demos testimonio en el mundo de la religión que nos lleva a
despreciar lo mundano, porque “está cerca el Reino de los cielos”[3], que es eterno; nos llama para
que anunciemos a nuestros hermanos que sólo Cristo Jesús debe ser amado y
adorado en su Presencia sacramental eucarística, y no los falsos ídolos
neo-paganos; nos llama para que anunciemos a nuestros prójimos que el Amor
entre los cristianos es el Amor de Dios, un Amor que lleva a perdonar “setenta
veces siete”[4]
y “amar al enemigo”[5]
y al prójimo como a nosotros mismos; nos llama desde la Eucaristía para que
manifestemos al mundo que ya no somos simples creaturas, sino hijos adoptivos
de Dios por la gracia y que viviendo en gracia esperamos serenos y alegres la
muerte terrena, para comenzar a vivir en plenitud la alegría de la vida eterna
en el Reino de los cielos, en la visión beatífica de Dios Uno y Trino; en definitiva,
Jesús nos llama y nos envía, como los Apóstoles, para que anunciemos al mundo la
Alegre Noticia de que Él no solo ha resucitado, dejando el sepulcro vacío, sino
que está, vivo, glorioso, resucitado, en la Eucaristía.
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