"La paz esté con vosotros" (cfr. Lc 24, 35-48). Jesús resucitado se aparece a sus discípulos, come con ellos para que se convenzan de que es Él, en Persona, con su Cuerpo resucitado, y no un fantasma.
Entre los discípulos, se repiten los estados anímicos de María Magdalena y de los discípulos de Emaús: antes de reconocer a Jesús, se encuentran tristes y temerosos; luego de reconocerlo, su alegría es enorme: "Era tal la alegría que se resistían a creer". Se da en ellos lo que se da espontáneamente en todo aquel que contempla a Cristo resucitado: alegría incontenible.
Finalmente, Jesús les encarga el mandato misionero: deben proclamar a las naciones que Él ha resucitado y que con su resurrección no solo ha vencido a los tres enemigos del hombre, el demonio, el mundo y el pecado, sino que les ha conseguido la vida eterna.
Ésta es la alegre misión de todo cristiano: anunciar que Cristo ha resucitado con su Cuerpo glorioso, que se ha levantado triunfante del sepulcro, que vive para siempre y ya no muere más, que su Cuerpo está lleno de la vida, de la gloria y de la luz del Ser trinitario, que los enemigos de Dios y del hombre han sido vencidos para siempre.
Pero la misión de la Iglesia y de todo cristiano comprende otro anuncio, que comprende un misterio más grande aún que la misma resurrección, y es el anunciar al mundo no solo que Cristo ha resucitado con su Cuerpo glorioso, surgiendo victorioso de la piedra del sepulcro: la Iglesia y el cristiano deben anunciar que Cristo resucitado, dona su Cuerpo glorioso en la Eucaristía, y comunica de su vida divina y eterna, de su gloria y de su luz, a todo aquel que lo recibe con fe y con amor en la Eucaristía.
Este anuncio es la razón de ser de la Iglesia y de los cristianos.
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