“Ustedes
me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse” (Jn 6, 22-29). La multitud busca a Jesús
luego de que Jesús realizara el milagro de la multiplicación de los panes y
peces, pero como Jesús se los advierte, la multitud no lo busca por el signo en
sí mismo, que preanuncia el Pan de Vida eterna, sino porque han alimentado y
satisfecho el hambre corporal: “Ustedes me buscan, no porque vieron signos,
sino porque han comido pan hasta saciarse”.
No
solo en la época de Jesús, sino en toda la historia de la humanidad, desde la
caída original de Adán y Eva, hasta nuestros días, y hasta el fin de los
tiempos, la tentación del hombre será la de la multitud del Evangelio: seguir
aferrados a esta vida, al tiempo y al espacio, a la materia, a las cosas
pasajeras, a lo caduco, a lo efímero, y preferir el alimento del cuerpo y la
saciedad del hambre y de la sed corporales, antes que saciar la sed y el hambre
del espíritu, que es sed y hambre de felicidad, sed y hambre que, en el fondo,
es sed y hambre de Dios.
Cuando
Jesús multiplica milagrosamente panes y peces, sacia el hambre corporal de la
multitud, pero su intención última no es la de simplemente satisfacer el hambre
corporal del ser humano; la intención última al hacer el milagro de la
multiplicación de panes y peces es el preanunciar un milagro infinitamente más
asombroso, que saciará por completo la sed y el hambre de felicidad, de paz, de
alegría y de amor de todo hombre y de la humanidad entera, y es el milagro de
la Eucaristía, la transubstanciación del pan y del vino en su Cuerpo, Alma,
Sangre y Divinidad. Jesús, el Verbo de Dios humanado, no ha venido a esta
tierra para dar de comer a los hombres, ha venido para dar de comer su Cuerpo y
dar de beber su Sangre, y con su Cuerpo y su Sangre, su Alma y su Divinidad, y
con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, su Amor, que es el Amor de la
Santísima Trinidad. Jesús no ha venido para que los hombres satisfagan su
apetito del cuerpo; Él ha venido para satisfacerles el hambre y la sed de Dios,
y esto solo lo conseguirán cuando Él se done a sí mismo en la Eucaristía.
Es
por eso que encomienda a su Iglesia una tarea eminentemente espiritual: “Trabajen,
no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna”.
La tarea, la misión de la Iglesia, no es la de dar de comer, la de satisfacer
el hambre corporal de la humanidad, sino la de satisfacer el hambre espiritual
de la humanidad, dando de comer el Pan de Vida eterna, la Eucaristía. La tarea
de la Iglesia es saciar, sí, el hambre de la humanidad, pero no como lo hace la
ONU, sino que la Iglesia debe saciar el hambre espiritual de la humanidad,
alimentándola con el Pan Vivo bajado del cielo, la Eucaristía. Ésa es su
primera y última misión.
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