viernes, 13 de diciembre de 2013

“No hay hombre más grande nacido de mujer, que Juan el Bautista, pero el más pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él”


(Domingo III - TA - Ciclo A - 2013-14)
         “No hay hombre más grande nacido de mujer, que Juan el Bautista, pero el más pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él” (Mt 11, 2-11). Jesús elogia a Juan el Bautista, diciendo que “no hay hombre nacido de mujer que sea más grande que él”, y la razón de su grandeza radica en que es el profeta que señala el pasaje del Antiguo al Nuevo Testamento, Testamento en el que se cumple todo lo que había sido anunciado en relación a la llegada del Mesías; pero también dice Jesús del Bautista que “el más pequeño en el Reino de los cielos, es más grande que él”, porque a pesar de que Juan el Bautista señaló a Jesús como “el Cordero de Dios”, no recibió de Él su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, es decir, no tuvo la oportunidad de recibir la plenitud de la gracia como sí lo reciben aquellos que se alimentan de la Eucaristía, como nosotros.
         La Iglesia nos destaca, de esta manera, la figura de Juan el Bautista, para que meditemos en él porque como Iglesia somos continuadores de la misión de Juan el Bautista. Esta es la razón por la cual debemos detenernos en él, porque en él se refleja nuestro ser misionero: como dice Jesús, Juan el Bautista no vive en un palacio, sino en el desierto, esto significa que como misioneros, no debemos quedarnos en las comodidades de nuestras casas y aposentos, sino que debemos salir al desierto, es decir, al mundo, a buscar a aquellos que viven en las “periferias existenciales”, aquellos que no conocen a Cristo, para anunciarles a Cristo; como el Bautista, que viendo pasar a Jesús dijo: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, nosotros debemos salir al desierto del mundo y decirles a nuestros hermanos: “Jesús en la Eucaristía es el Cordero de Dios y está ahí esperándote, para escucharte y para donarte, desde la Eucaristía, su Amor sin límites”.
         ¿Cómo es el Bautista, según Jesús? Debemos saberlo, porque el Bautista es el modelo en el que debemos inspirarnos como Iglesia misionera que anuncia al mundo la feliz noticia de Cristo Salvador.
Jesús dice que Juan el Bautista no está “vestido con refinamiento”, sino que se viste de pieles y se alimenta de miel y langostas; esto quiere decir que el misionero no se detiene en las cosas vanas de la vida ni vive la vida como un ser vano; el misionero está convencido de que debe salvar su alma, de que su objetivo en esta vida es evitar la condenación eterna –“líbranos de la condenación eterna”, pide la Iglesia en la Plegaria Eucarística I del Misal Romano- y entrar en el Reino de los cielos, y que eso mismo es lo que debe procurar para su prójimo.
Jesús dice que Juan el Bautista no es una “caña agitada por el viento”, lo cual significan los vientos de las novedades, o las doctrinas novedosas, o la doctrina de siempre pero contaminada con el gnosticismo o con vanos razonamientos humanos; la “caña agitada por el viento” es una mente y un espíritu vacilantes, porque ya cree en esta novedad o ya cree en otra, o peor aún, cree en su propio razonamiento; la “caña agitada por el viento” es el cristiano que antepone su pobre razonamiento humano a la Revelación Divina de Jesucristo, y es así como contesta sus enseñanzas y mandatos: “La Iglesia dice una cosa, pero a mí me parece que no es así y por eso yo digo que debe ser de otra manera”: esa es la “caña agitada por el viento”. El misionero, por el contrario, anuncia firmemente la Única Verdad que es Cristo, Hombre-Dios. El misionero, anclado en la seguridad de la Palabra de Dios encarnada, Jesucristo, que ha revelado de una vez y para siempre los misterios de la salvación y los ha confiado a la Santa Madre Iglesia, sale al desierto del mundo para llamar a sus hermanos y anunciarles que sólo Cristo es el Salvador.
Jesús dice que Juan el Bautista es “un profeta y más que un profeta”, y así es el misionero, porque el misionero es un hijo de Dios, alguien que ha recibido la filiación divina en el bautismo, y ser hijo de Dios es ser algo infinitamente más grande que ser profeta, y su anuncio es más grande que el anuncio de un profeta, porque anuncia a Cristo, Hombre-Dios, que con su misterio pascual de muerte y resurrección ha salvado al mundo.
Pero para apreciar la urgencia de la tarea misionera, es necesario que como bautizados tomemos conciencia del deseo de Dios Padre de que “ninguno de estos pequeños se pierda”, lo cual implica a su vez dos cosas: por un lado, que Dios Padre quiere que se cumpla su Voluntad, de que “todos se salven”, y si alguien ama a Dios Padre, hará todo lo que esté a su alcance para cumplir su deseo; en segundo lugar, que si Dios Padre quiere que “ninguno se pierda”, es porque existe la posibilidad certísima de la perdición, la cual no es un mero extravío moral, sino una posibilidad cierta de condenación eterna en el Reino de las tinieblas. La “perdición” que Dios Padre quiere evitar para sus hijos, es esto precisamente, la perdición no en el mundo de las drogas, del alcohol, de la lujuria, del materialismo, del ateísmo; esto es solo una perdición moral que anticipa una perdición real, metafísica, en la cual la persona en su totalidad, con su cuerpo y su alma, se ve excluida para siempre del Reino de los cielos.
La Iglesia nos pone entonces en consideración la figura de Juan el Bautista, para que aprendamos de él y salgamos a misionar, al desierto del mundo, a las “periferias existenciales”, de las que habla el Papa Francisco, a anunciar que Cristo, el Cordero de Dios, está en la Eucaristía y espera a todo hombre, para quitarle sus pecados, para aliviarle su Cruz en esta vida y para conducirlo al Reino eterno de los cielos en la otra vida.

Finalmente, el Tercer Domingo de Adviento es llamado también “gaudete” o “de alegría”, y se expresa esta alegría con el cambio de color litúrgico: del morado, que indica penitencia, se cambia al blanco o rosado, que indica alegría. La razón de esta paréntesis en la penitencia del Adviento es que se da lugar a la alegría –aunque la penitencia es sinónimo también de alegría espiritual, en cuanto que contribuye a la purificación del alma y por lo tanto a su paz- porque la Iglesia, escuchando la voz de los profetas, presiente ya la próxima llegada de su Salvador, que nacerá para Navidad como un Niño, de una Madre Virgen. La Iglesia se alegra por este Nacimiento, porque a medida que se acerca la Luz Eterna, el Niño Dios que nacerá de María Virgen, la Alegría que emana de su Ser trinitario invade el universo todo y principalmente las almas de quienes habitamos en esta tierra envuelta “en sombras y tinieblas de muerte” (cfr. Lc 1, 68-73); nos alegramos en la Iglesia porque el Niño Dios, el Mesías, derrotará para siempre a las "sombras y tinieblas de muerte" que envuelven a todo hombre y a toda la humanidad, es decir, los ángeles caídos, el pecado, el error y la ignorancia. Los miembros de la Iglesia nos alegramos por la próxima Llegada del Redentor, que nacerá para Navidad en el Portal de Belén, porque el Niño que viene es Dios encarnado, la Luz eterna del Padre que viene a este mundo a derrotar para siempre a las tinieblas y para conducirnos a todos, por el Camino Real de la Cruz, a la Luz eterna de donde procede, el seno de Dios Padre.

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