(Ciclo
B – 2021)
La ceremonia de la imposición de cenizas, con la cual la
Iglesia Católica da inicio oficialmente al tiempo litúrgico de la Cuaresma,
tiene un significado muy preciso: hacer que reflexionemos acerca del sentido de
esta vida terrena y preparar el espíritu para la vida eterna, mediante lo
propio de la Cuaresma, que son la penitencia, el ayuno, la oración y las obras
de misericordia.
Una de las frases que el sacerdote pronuncia sobre el fiel
al que le impone las cenizas, es: “Conviértete y cree en el Evangelio”. Para
comprender esta frase y saber qué significa la conversión, es necesario
remontarnos al inicio de los tiempos, cuando Dios creó a Adán y Eva y estos
cometieron el pecado original. Habiendo sido creados en gracia, al cometer el
pecado original, los Primeros Padres arrojaron de sí la corona de gracia que
Dios les había concedido gratuitamente; perdieron la gracia, empezaron a vivir
en pecado y por el pecado entró la enfermedad, el dolor y la muerte, además de ser
expulsados del Paraíso. Por el pecado original, a partir de entonces, el
corazón del hombre, que había sido creado mirando a Dios, para deleitarse en su
amistad y en su amor, giró sobre sí mismo y, apartándose de Dios, se inclinó
hacia la tierra, quedando fijo en esta posición. Esto significa que el corazón
del hombre se convirtió en algo oscuro, sin vida divina, sin luz divina, además
de quedar sometido a la concupiscencia de la carne y de los ojos, apeteciendo
desde entonces no ya la amistad y el amor de Dios Trino, sino la satisfacción
de sus pasiones más bajas. Otra consecuencia del pecado original fue el quedar
el hombre bajo el dominio del Ángel caído, por cuya tentación Adán y Eva
cometieron el pecado original. En definitiva, el corazón del hombre, que había
sido creado mirando a Dios, por causa del pecado, gira sobre sí mismo y se
queda fijo mirando hacia la tierra, deseando las cosas de la tierra y sus bajos
placeres.
La conversión que pide la Iglesia por medio de la imposición
de cenizas y a lo largo de todo el tiempo de Cuaresma, consiste entonces en
que, por la acción de la gracia, el hombre deje de mirar a la tierra y sus
atractivos, aparte de la tierra su corazón y lo gire nuevamente a su posición
original, esto es, mirando hacia la Trinidad. La conversión es por lo tanto
dejar de apetecer las cosas de la tierra, para empezar a desear y amar los
bienes eternos del Reino de Dios en el cielo. Ahora bien, este movimiento de
conversión es imposible hacerlo con las solas fuerzas humanas, por lo que son
necesarias dos cosas: la gracia santificante y la fe en el Evangelio, fe que
es, en definitiva, fe en el Hombre-Dios Jesucristo, que para conseguirnos la
gracia santificante que convierte nuestro corazón a Dios, padeció en la cruz y
derramó su Sangre Preciosísima.
En definitiva, con la imposición de las cenizas y con el
tiempo de Cuaresma, la Iglesia nos pide la conversión del corazón a Dios Uno y
Trino, conversión que es en realidad una conversión eucarística, porque la
Eucaristía es Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la
Eucaristía, y Dios Hijo encarnado es el Camino, la Verdad y la Vida para llegar
al seno de Dios Padre, en el Amor del Espíritu Santo. Éste es el sentido, no
solo del Miércoles de Cenizas y de la Cuaresma, sino de nuestro paso por esta
tierra, prepararnos para la vida eterna, según dice la Escritura: “Que el mismo
Dios de la paz os consagre totalmente y que todo vuestro ser, alma y cuerpo,
sea custodiado sin reproche hasta la Parusía de nuestro Señor Jesucristo” (1Ts 5, 23).
Iniciemos por lo tanto el tiempo litúrgico de la Cuaresma,
haciendo el propósito de responder afirmativamente a la gracia que Dios Trino
nos concede en este tiempo, gracia que consiste en la conversión eucarística
del corazón.
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