viernes, 20 de abril de 2012

Cada Misa es como un Cenáculo en el cual se aparece el Señor resucitado a su Iglesia


            

(Domingo III – TP – Ciclo B – 2012)
            “Los discípulos se llenaron de alegría y admiración”. (cfr. Lc 24, 35-48). Es notoria la diferencia en el estado anímico y espiritual de la totalidad de los discípulos en relación a Jesús, antes y después de su encuentro con Él resucitado: antes, están todos "apesadumbrados y tristes", como los discípulos de Emaús; "llorando", como María Magdalena; "con el rostro sombrío", como en el caso de los discípulos en el Cenáculo. Después del encuentro con Jesús resucitado, el Evangelio describe un estado anímico y espiritual radicalmente distinto:
         ¿A qué se debe este cambio? Podríamos intentar una explicación, desde el punto de vista humano. Entre los hombres, se da esta situación, luego de reencontrar a alguien a quien se amaba mucho, y por algún motivo, se lo daba ya por muerto, como por ejemplo, en una guerra: cuando esto sucede, se llora su ausencia, se hace un período de luto, se resigna a no verlo más, se siente nostalgia y, cuando ya se pensaba que su ausencia sería definitiva, en un determinado momento, inesperadamente, se lo vuelve a ver, lo cual provoca gran alegría entre sus seres queridos.
         Podría ser este el motivo de la alegría que experimentan los discípulos, pero en la Iglesia los hechos de Jesús no se explican por motivos humanos, sino por motivos divinos.
         La razón por la cual los discípulos se alegran y se admiran, es porque ven a su Maestro y Amigo vivo, que ha regresado de la muerte, que se encuentra lleno de la luz y de la gloria divina, cuyo resplandor emana a través de sus heridas.
La sorpresa es grande porque la última vez que habían visto a su amado Señor, había sido el Viernes Santo, crucificado, con su Cabeza coronada de espinas, con su Cuerpo lleno de hematomas, de heridas abiertas de las que manaba abundante sangre, y sin embargo, ahora lo ven con su Cuerpo resplandeciente, con la marca de sus heridas, pero de las cuales ya no brota más sangre, sino luz divina, y por esto se alegran y se admiran.
Pero no es esta la causa última de la alegría de los discípulos; si esta fuera, entonces en poco y en nada se diferenciaría de una situación puramente humana, como la que describimos al principio, es decir, se trataría sólo de la alegría y admiración de quienes creían que un ser querido había muerto, y en vez de eso, descubren que está vivo.
En la alegría y admiración de los discípulos hay algo más, que causa una alegría y una admiración infinitamente más grandes que la de simplemente ver a alguien que se pensaba muerto y está vivo: la alegría y la admiración de los discípulos está causada por el encuentro con el Ser divino que inhabita en Jesucristo, que se manifiesta en todo su esplendor a través de su Cuerpo resucitado. La alegría y la admiración que provoca al hombre descubrir al Ser divino, es tan grande, que no se puede expresar con palabras humanas, al tiempo que provoca en el alma un estupor de tal magnitud, por la contemplación de la majestad divina, que al alma le parece imposible creer que sea verdad. Es esto lo que el evangelista quiere expresar cuando dice: “Era tal la alegría de los discípulos, que se resistían a creer”. En otras palabras, lo que causa la alegría, la admiración, el estupor, el gozo, incontrolables, sin límites, en los discípulos que están en el cenáculo cuando se les aparece Jesús resucitado, es la contemplación del Ser divino trinitario que inhabita en Jesús, puesto que Jesús no es una persona humana, sino la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios Hijo encarnado, que manifiesta toda su gloria, todo su esplendor, toda su infinita majestad divina, a través de su Cuerpo humano resucitado.
Ese es el motivo último de la alegría y de la admiración de los discípulos en el cenáculo: contemplan, fascinados por la atracción del ser divino, a Dios Hijo encarnado, que los envuelve con su luz y con su gloria divinas.
La presencia Personal de Dios puede producir en el alma humana diversos estados, como por ejemplo, el temor –incluso hasta los ángeles más poderosos tiemblan ante la sola idea de la Justicia divina encendida en ira, según revela la Virgen a Sor Faustina Kowalska-, pero también por el amor y la alegría que lo desbordan, y es esto lo que les sucede a los discípulos en el cenáculo, a quienes la Aparición de Jesús, glorioso y resucitado, los llena de temor sagrado, de amor jubiloso y de fascinación maravillada, al punto tal de dejarlos estupefactos, sin poder articular palabra.
Pero no debemos creer que la aparición y manifestación de Jesús resucitado a sus discípulos se produjo por única vez hace dos mil años, en el cenáculo en Jerusalén: en cada Santa Misa, por el misterio de la liturgia eucarística, se aparece el Señor Jesús, resucitado, en Persona, con su Cuerpo glorioso, llena de la luz y de la vida divina, oculto bajo algo que a los ojos del cuerpo parece ser pan, pero que a los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe y del Espíritu Santo, es el Hombre-Dios Jesucristo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
Cada Santa Misa renueva y actualiza la aparición y manifestación gloriosa de Jesús resucitado, como lo hizo en el cenáculo hace veinte siglos, solo que para nosotros lo hace oculto bajo las especies eucarísticas.
Por lo tanto, cada Santa Misa, debería ser vivida, para los bautizados, con la misma alegría, con el mismo gozo, con la misma admiración y estupor, con los que los discípulos vivieron la experiencia de contemplar a Cristo resucitado, e incluso deberían vivir cada Misa con muchísima más alegría que los discípulos, porque Cristo se les apareció a los discípulos, y comió con ellos, pero no les dio su Cuerpo y su Sangre como alimento del alma, mientras que sí lo hace con los bautizados, al donarse todo Cristo en Persona en cada comunión eucarística.
Si alguien escribiera la historia de cada misa, ¿podría decir que quienes asistimos a ella nos alegramos y nos admiramos, como los discípulos, por la iluminación interior del Espíritu de Cristo, por la aparición de Cristo en medio nuestro como Pan de Vida eterna?
Cada misa es como un cenáculo en el cual se aparece el Señor resucitado a su Iglesia, para comunicarle de su alegría y de su amor por la comunión. Está en el bautizado pedir y aprovechar interiormente ese don del Espíritu, que le permite alegrarse y admirarse en Jesús resucitado en la Eucaristía, además de donarse a sí mismo como víctima, ofreciéndose a Cristo en el sacrificio de la Cruz, en acción de gracias por tanto amor demostrado por Dios, o permanecer indiferente, como si solo hubiera recibido un poco de pan, como si solo hubiera asistido a una rutinaria ceremonia religiosa.

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