"Dios amó tanto al mundo que envió a su Hijo Unigénito". La prueba más evidente y segura del Amor divino a los hombres es Jesucristo, el Hombre-Dios, puesto que a través de Él, Dios se manifiesta a los hombres, y no lo hace con toda la magnificencia y el esplendor de su Ser divino, ni con toda su apabullante omnipotencia, que hace temblar a los ángeles con su sola mención.
Dios se manifiesta en Cristo como embrión unicelular, en la Concepción en el seno virgen de María; como un Niño recién nacido en Belén; como un hombre que, en apariencia, ha fracasado y ha sido abandonado por todos, menos por su Madre, en el Calvario, y continúa manifestándose, en la inocente e inofensiva apariencia de pan, en la Eucaristía.
Precisamente, es esta última manifestación, la prolongación de su Encarnación en la Eucaristía, la prueba más palpable de que el Amor divino por los hombres continúa intacto con el paso del tiempo.
Sin embargo, frente a tanta demostración de Amor divino, que debería ser correspondida por el hombre, principalmente los cristianos, estos responden con ingratitud, indiferencia, y sobre todo con ultrajes, sacrilegios, y blasfemias, a la más grandiosa muestra de su Amor, la Eucaristía.
Ésta es la raíz de todos los males de la Humanidad: la indiferencia de los cristianos hacia la Eucaristía.
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