viernes, 3 de mayo de 2013

“La paz les dejo, mi paz les doy”



(Domingo VI - TP - Ciclo C - 2013)
         “La paz les dejo, mi paz les doy” (Jn 14, 23-29). Jesús da a los discípulos la paz, su paz: “La paz os dejo, mi paz os doy”. La paz que da Cristo no es la paz del mundo: esta se obtiene sobre la base de la violencia, y un ejemplo de esto, es la “pax romana”, la paz que imponían por la fuerza de las armas las legiones romanas en los territorios conquistados a sangre y fuego. Es una paz que más que paz es ausencia de guerra y no verdadera paz; es una paz en donde hay exteriormente una calma aparente y superficial, pero en el fondo subsisten las causas profundas que llevaron a la pérdida de la paz. Esta es una paz artificial, extrínseca, lograda por medios humanos, y es frágil, porque basta con que desaparezca el factor que la impuso por la fuerza, para que la paz desaparezca y se inicie nuevamente la guerra.
         “La paz les dejo, mi paz les doy”. La paz de Cristo no es la del mundo porque no es mera ausencia de conflictos; es la paz profunda e interior, porque es la paz de Dios, es la paz de la Cruz, es la paz de un Dios que nos perdona a pesar de quitarle nosotros la vida al crucificarlo con nuestros pecados. Es la paz del espíritu, recibida en el espíritu, que le ha costado el precio de su Sangre y de su Vida. Es la paz que establece el armisticio definitivo en la guerra entablada por el hombre contra Dios, en donde Él se declara vencido en la Cruz, para triunfar en la Resurrección. No se deriva de situaciones externas, ni de seguridades mundanas, que hoy están y mañana no –tener casa, trabajo, salud, dinero-; es la paz que brota del Ser trinitario como de su fuente inagotable, una paz cuyo fundamento es el Amor divino y por ese motivo nada ni nadie puede alterarla.
         Es la paz de Dios, no la paz del mundo; es la paz que viene luego del triunfo divino, luego del estrépito causado por la rebelión del ángel caído en el cielo y la rebelión del hombre en el Paraíso; es la paz sellada con la Sangre de Cristo derramada en la Cruz.
         Es la paz que se renueva cada vez en la Santa Misa, porque en la Misa se renueva de modo sacramental e incruento el sacrificio que nos consiguió la paz de Dios, el sacrificio de la Cruz. Es la paz que Cristo nos da desde el altar cada vez en la Santa Misa, y por eso el cristiano debe vivir en paz, aún en medio de las tribulaciones, porque es la paz de Cristo y no la suya propia la que recibe.  Por este motivo, el cristiano no solo debe vivir sereno en medio de las tribulaciones y persecuciones del mundo, sino que él debe ser fuente de paz para su prójimo. El cristiano que recibe la paz de Cristo, en la Cruz y en la Santa Misa, tiene el deber de transmitir, de comunicar, de hacer partícipe al otro de la paz recibida de Jesús. Ahora bien, en el saludo de la paz, el sentido último de este gesto es justamente el dar al prójimo la paz que cada uno ha recibido desde la Cruz; no es el saludo fraterno que doy a un conocido, o un desconocido; no es un saludo al estilo humano, como cuando alguien se encuentra con un ser al que aprecia. Es algo totalmente distinto: es transmitir a mi hermano en Cristo la paz de mi alma, que está en paz porque Cristo me perdonó desde la Cruz, me lavó con su Sangre, me alimentó con su Cuerpo resucitado en la Eucaristía, me perdonó mis pecados en la Confesión sacramental, y me dio su Amor y su alegría de resucitado, como anticipo del Amor y de la alegría que habré de vivir en la vida eterna, en el Reino de los cielos. Por este motivo, en el saludo de la paz litúrgico, el que se realiza en la Santa Misa, no deben existir las efusividades que se dan entre los hombres, como cuando hay un acontecimiento importante, ni tampoco debe ser un saludo como cuando se encuentran dos amigos, o vecinos, o conocidos. Se trata de un gesto litúrgico, que expresa una realidad sobrenatural, la paz derivada del perdón de la Cruz, y por eso debe ser medido y sobrio.
Otro aspecto que se debe considerar en el gesto litúrgico de la paz, es que es del todo inadmisible que un cristiano asista a Misa y viva sin paz y, mucho más inadmisible todavía, es que habiendo recibido la paz de Cristo en la Cruz y en la Misa, viva él sin paz y haga perder la paz a los que lo rodean. Un cristiano así es un contrasentido, una contradicción en los términos, una negación viviente de Cristo y su Evangelio, porque si recibió de Cristo crucificado el perdón, si recibió el Cuerpo de Cristo resucitado en la Eucaristía, y con él recibió su Amor, su alegría y su paz, no tiene excusas para no dar la paz a los demás, para no ser constructor de paz para quienes lo rodean, para no difundir y comunicar la paz y la alegría de Cristo a todos aquellos con los que se encuentre.
         “La paz les dejo, mi paz les doy, no como la da el mundo”. Es esta misma paz, la paz recibida al precio de la Sangre de Cristo, la paz comunicada por el Sagrado Corazón cada vez en la Eucaristía, la que debe transmitir el cristiano a quienes lo rodean. Si no lo hace, si no vive él en paz y si no da paz y amor a los demás, ese cristiano está traicionando a Cristo y a su Evangelio.
La señal por la cual se reconoce que alguien tiene a Cristo en su corazón, es decir, que lo ama, es la que nos dice Jesús: el que cumple los mandamientos, el primero de todos, el amor a Dios y al prójimo como a sí mismo, porque el que cumple este mandamiento, que es uno pero en el que está concentrada toda la ley, ése tal ama a Dios y transmite a los demás el amor y la paz de Cristo Jesús. 

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