El Evangelio nos muestra a Jesús resucitado que se aparece a los discípulos como Hombre-Dios, con su Cuerpo glorioso, lleno de la luz y de la vida de Dios, y les dona su Espíritu de Amor, el Espíritu Santo, descubriéndoles a ellos, a la Iglesia y al mundo entero, los insondables abismos de misericordia de su Sagrado Corazón.
Precisamente, encargará a Sor Faustina Kowalska, siglos después, que "hable al mundo" acerca de su infinita misericordia: “Hija Mía, habla al mundo entero de Mi insondable Misericordia (...) Antes de venir como el Juez Justo, vengo como el Rey de Misericordia”.
¿Dónde encontramos este amor misericordioso de Dios? En el Sagrado Corazón de Jesús. La fuente de la Divina Misericordia es el Corazón de Jesús, de donde salen Sangre y Agua al ser traspasado, como lo dice el mismo Jesús: “De todas Mis llagas, como de arroyos, fluye la misericordia para las almas, pero la herida de Mi Corazón es la fuente de la Misericordia sin límites, de esta fuente brotan todas las gracias para las almas. Me queman las llamas de compasión, deseo derramarlas sobre las almas de los hombres” . De ese corazón Santa Faustina, vio salir dos rayos de luz que iluminan el mundo: Estos dos rayos, le explicó Jesús, representan la sangre y el agua que brotaron de su Corazón traspasado.
Ahora bien, esta Misericordia Divina, representada en los rayos rojos y blanco, que a su vez representan el Agua y la Sangre del Sagrado Corazón de Jesús, se extiende para todos los hombres, en el tiempo y en el espacio, de un modo muy concreto y especial: a través del sacramento de la confesión. En otras palabras, el Amor misericordioso de Dios, efundido una vez y para siempre en el momento en que fue traspasado el Sagrado Corazón en la Cruz, se derrama sobre las almas de los pecadores por medio de este sacramento, de modo tal que el alma deseosa del perdón y del amor divino no debe emprender largos caminos y peregrinaciones, sino acercarse con confianza a un representante de Jesucristo, el sacerdote ministerial.
Es esto lo que Jesús le dice a Sor Faustina: “Escribe, habla de mi Misericordia. Di a las almas dónde deben buscar el consuelo: en el tribunal de la Misericordia, donde se realizan y se repiten incesantemente los más grandes milagros. Para aprovecharse de este milagro no es necesario emprender largas peregrinaciones o llevar a cabo algún difícil rito externo: basta acudir con fe a los pies de mi representante, descubrirle tu miseria y el milagro de la Divina Misericordia se realizará plenamente. Aun cuando un alma fuese semejante a un cadáver en descomposición, de manera que humanamente no hubiera ninguna esperanza de reavivarlo y todo estaría perdido, para Dios no es así. El milagro de la Divina Misericordia resucita a tal alma. ¡Infelices de aquellos que no se aprovecharen de este milagro de la Divina Misericordia! Un día la llamaréis en vano, porque será demasiado tarde” (1448).
Además del sincero arrepentimiento de sus pecados, el pecador debe acercarse al sacramento de la Confesión (como a todos los demás sacramentos) con una Fe grande y una confianza ilimitada en el Amor Misericordioso de Jesús, y que es Jesús, la Persona Divina de Dios Hijo quien, a través de la persona humana del sacerdote ministerial, perdona los pecados: “Hija, cuando vas a la Confesión, a esta fuente de Mi Misericordia, la Sangre y Agua, que brotaron de mi Corazón, se derraman sobre tu alma y la ennoblecen. Cada vez que te vas a confesar, sumérgete totalmente en Mi Misericordia, con gran confianza, para que pueda yo derramar sobre tu alma la abundancia de mi gracia. Cuando te acerques al confesionario debes saber que Yo mismo te estoy esperando. Yo estoy como escondido en el sacerdote, ya que soy Yo mismo quien actúa en tu alma. Ahí la miseria del alma se encuentra con la Misericordia de Dios. Di a las almas que sólo con el recipiente de la confianza pueden obtener gracias de esta fuente de Misericordia. Si su confianza es grande, Mi generosidad no tiene límites. Torrentes de gracias inundan a las almas humildes, mientras que los soberbios permanecen en su pobreza y miseria, porque mi gracia se aparta de ellos para darse a los humildes” (1602).
Acudir a la Confesión es también necesaria para ser merecedor de la gran promesa del perdón total de los pecados y de las penas temporales por ellos merecidos, que se ofrece en la Fiesta de la Divina Misericordia .
Entonces, si bien la Divina Misericordia se manifiesta a lo largo de toda la vida de Jesús, desde su Encarnación, pasando por la Epifanía o manifestación como un débil Niño recién nacido, hasta la muerte Cruz, en donde se nos manifiesta como un hombre que, en apariencia, ha sido vencido, derrotado -aunque Él sea en verdad el Vencedor de los tres grandes enemigos del hombre: el demonio, el mundo y la carne-, en donde se manifiesta con mayor intensidad su infinita misericordia es en los sacramentos, principalmente la Confesión sacramental y la Eucaristía. La confesión sacramental, porque es un Río de Gracias infinito que lo único que necesita para inundar al alma del perdón divino, es la disposición y el deseo del alma de recibir dicho perdón. La Eucaristía, porque en cuanto es el mismo Sagrado Corazón en Persona, es un Océano de Amor -un océano sin fondo y sin playas- que sumerge al alma en Corazón mismo del Hombre-Dios, haciéndolo partícipe de las delicias del Ser divino trinitario.
¿Quiere esto decir, entonces, que si Dios es misericordioso, cada uno puede hacer lo que quiera, y obrar el mal, puesto que el perdón divino está garantizado de antemano por su infinita misericordia? No es así.
Es verdad que Jesús nos ofrece a todos su misericordia y que a nadie la niega, pero también nos dice: “Antes de venir como Juez justo, abro de par en par las puertas de mi Misericordia. Quien no quiera pasar por la puerta de mi Misericordia, deberá pasar por la puerta de mi Justicia”. Esto es así porque Dios es Amor infinito, pero también es Justicia infinita, y precisamente, porque Dios es infinitamente misericordioso e infinitamente justo, es que premia a los buenos y castiga a los malos: para los buenos, el cielo; para los malos, para los que no quisieron aprovechar su misericordia, el infierno.
Aunque, si se mira bien, más que castigar, lo que hace Dios se dar a cada uno lo que cada uno quiere: el cielo, para los buenos -los pecadores que, reconociendo que eran malos, se arrepintieron, se confesaron y obraron el bien- que aprovecharon la Misericordia; para los malos -es decir, para los pecadores que no reconocieron su pecado, no se arrepintieron de obrar el mal y siguieron siendo malos hasta el último segundo de su vida, sin pedir perdón a Dios-, el infierno.
Entonces, que Dios sea infinitamente misericordioso, no quiere decir que perdonará a todos, incluido aquellos que no tienen el propósito o la intención de enmendarse y de obrar el bien. Dios no quiere la muerte del impío, pero tampoco violenta la libertad del hombre, obligándolo a ir contra su voluntad, y si la voluntad del hombre es la de apartarse de Él, Dios respeta el libre albedrío humano.
En otras palabras, Dios sí va a perdonar a todos, pero a todos aquellos que se arrepientan de sus pecados y de sus malas obras, y acudan al Río de gracias que es la confesión sacramental, reciban en sus corazones ese Océano sin fondo y sin playas que es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Pero también hay otra cosa más que deben hacer los pecadores arrepentidos, para demostrar que desean amar a Dios y recibir su misericordia: después de recibir ellos mismos un amor sin medida, y sin mérito alguno, en el sacramento de la confesión y en el sacramento de la Eucaristía, deben comunicar de este amor recibido a sus prójimos, con obras de misericordia, las catorce obras que enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, dentro de las cuales, una de las más grandes, es orar y hacer sacrificios por los pecadores, como lo pide también la Virgen en Fátima.
Que haya que obrar la misericordia, y sobre todo la espiritual, rezando por los moribundos con la Coronilla de la Divina Misericordia, es un deseo expreso de Jesús. Nos lo dice así Sor Faustina, al describir una visión del 13 de septiembre de 1935: "Vi un Ángel, ejecutor de la ira de Dios. Estaba por castigar la tierra. Cuando lo vi en esta actitud empecé a implorarle que esperara un poco, para que el mundo hiciera penitencia, pero mis oraciones fueron impotentes frente a la ira de Dios. En ese momento sentí en mi alma el poder de la gracia de Jesús que habita en ella. Me vi transportada ante el trono de Dios pidiendo Misericordia para el mundo con las palabras que oí en mi interior. Cuando oraba de esta manera, vi que el Ángel era impotente para llevar a cabo el justo castigo. Nunca antes recé con tanta fuerza interior como entonces. Las palabras con las que supliqué a Dios, fueron: “Eterno Padre, yo te ofrezco el Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad de tu muy amado Hijo y Señor Nuestro Jesucristo, en expiación de nuestros pecados y de los de todo el mundo”. A la mañana siguiente, al entrar en la capilla, oí interiormente estas palabras: “Esta oración servirá para apaciguar mi ira. Recítala durante nueve días sirviéndote del Rosario de la siguiente manera: primero reza un Padrenuestro, un Ave María y el Credo. Después dirás una vez las siguientes palabras: “Por su dolorosa Pasión, ten Misericordia de nosotros y del mundo entero”. Para concluir (al llegar a las tres últimas cuentas del Rosario, antes de la Cruz) dirás tres veces las siguientes palabras: Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, ten piedad de nosotros y del mundo entero”» (476).
Así es como nació la Coronilla de la Divina Misericordia, la única obra de misericordia espiritual a la cual Jesús unió grandes promesas, como por ejemplo: “Incesantemente reza este pequeño rosario que te he enseñado. Quien lo recite recibirá gran Misericordia a la hora de la muerte. Que los sacerdotes lo recomienden a los pecadores como su última esperanza de salvación. Aún cuando se tratase del pecador más endurecido, si recitare, aunque sea una sola vez, este pequeño rosario, recibirá la gracia de Mi Misericordia infinita. Deseo que todo el mundo conozca Mi infinita Misericordia. Deseo conceder gracias inimaginables a aquellas almas que confían en Mi Misericordia.” (687).
La Misericordia de Jesús es infinita, lo que “no sabe” –por decirlo así– es cómo convencer a los hombres de que deben confiar en ella, cualquiera sea su miseria espiritual. Así Jesús promete una asistencia especial a los moribundos por medios de esta Coronilla: “A la hora de la muerte Yo defenderé como a Mi propia gloria a toda alma que rezare este pequeño rosario y, si otros lo rezaren por un moribundo, el favor será el mismo. Si este rosario se reza al lado de un moribundo la ira de Dios se aplaca y la insondable Misericordia envuelve al alma” (181).
Recordemos entonces siempre y meditemos en las palabras de Jesús Misericordioso a Sor Faustina: “Hija Mía, habla al mundo entero de Mi insondable Misericordia (...) Antes de venir como el Juez Justo, vengo como el Rey de Misericordia”. Acudamos a ese Río de Gracia infinita que es la Confesión sacramental, para recibir el Amor infinito de Jesús misericordioso que se nos dona en cada Eucaristía. Y luego de recibir tanto amor de parte del Hombre-Dios, demos amor a nuestro prójimo, sobre todo a los más necesitados, obrando las obras de misericordia corporales y espirituales con los más necesitados, y rezando sobre todo la Coronilla de la Divina Misericordia y el Santo Rosario. Si obramos así en el tiempo de nuestra vida terrena, como dice el Salmo, "cantaremos eternamente" a la Divina Misericordia, en los cielos.